25 mar 2012

Historia del complejo carbonífero Cerrejón (2): Así fue la etapa de exploración


Por John Acosta

Era de madrugada. Los primeros cantos de los pájaros silvestres invadieron el campamento. Una brisa seca y fría inundaba el ambiente. Detrás de la serranía, el cielo era rojizo: iba a salir el sol. A lo lejos se escuchaba el bramido de los terneros encerrados en los corrales: estaban ordeñando las vacas. Por las rendijas de las ventanas de las barracas se escapaban rayos de las luces recién encendidas.

Los más madrugadores estaban metidos ya en los baños. Los demás, se desperezaban en sus camas. Pacho, el cocinero chino que los tenía cautivados a todos por su destreza en las artes culinarias y por su jerga de oriental novato, había preparado el desayuno.

A las siete salieron. Con sus cascos de ingenieros y sus botas de mineros en potencia. A esa hora, el sol empezaba a calentar. El cielo estaba más despejado que nunca. Y la brisa perdía poco a poco su capacidad de enfriamiento.

Arrancaron en "La Coscorria", un "jeep" bautizado así por ellos debido a su mal estado de latonería. Se internaron al monte por medio de esa trocha polvorienta, que habían abierto meses atrás con el único buldócer con que contaban entonces. Huecos, piedras, polvo y un sol sofocante: era un verano intenso. Eso les daba la seguridad de que regresarían a dormir en el campamento.

La razón de su trabajo les obligó a recorrer aquella zona en las distintas situaciones climáticas del año. La más temible era el invierno: sabían la hora de salida, pero jamás la de regreso. Y no sólo debían soportar los rigores de las atolladas diarias del "jeep", sino que, además, tenían que vivir las angustias de las enterradas que se pegaba el taladro.

Incluso, para poder cruzar el río Ranchería, los trabajadores de la VECO (Venezuelan Equipment Co.) y de GSI (Geophysycal Service Inc.) construyeron una barcaza con tablas amarradas sobre unos tambores. "El Gloria'', así llamaron su invento las dos firmas contratistas encargadas de realizar la exploración, nunca naufragó. Cuando en las difíciles travesías de invierno algún pasajero desprevenido caía al agua, debía atravesar a nado.

Un enfermo en el camino

El "jeep" seguía su transitar solitario por las trochas sin fin. "Guti", el fiel conductor, alcanzó a ver la silueta de un hombre que hacía señas en la mitad de la vía. Se detuvieron. Era un indígena. En su español primitivo les pidió que lo llevaran a Hatonuevo. ''Vamos para el pozo", le dijo Jaime Reyes. El wayuu insistió.

-Es que mi mujer se está muriendo- dijo.
En verano, las cosas se facilitaban para los exploradores

Fueron hasta su rancho. Un niño jugaba en un corral de chivos, con sus pies descalzos y sus pantaloncitos cortos. Acostada en un chinchorro, colgado en la mitad de la sala de barro, una indígena ardía en fiebre. Debajo de una mesa incrustada en el piso sin cemento, un perro se rascaba el cuerpo con sus dientes. Una gallina, echada en un nido hecho con costales de fique, cacareaba insistentemente: acababa de poner su huevo del día.

Llevaron a la enferma hasta Hatonuevo. Y de nuevo se metieron al polvoriento calor del monte. Cuando llegaron al pozo, ya los contratistas habían empezado su labor de excavación. El ruido del taladro era fuerte y angustiante. El buldócer trataba de abrir una trocha hasta el lugar establecido para el próximo pozo. El sol se hacía cada vez más caliente. La eterna brisa guajira esparcía el polvo levantado por las dos máquinas. Era una mañana agitada, como todas las anteriores, desde que había empezado la etapa de exploración del que se convertiría en uno de los complejos carboníferos más importante del mundo.

A la una de la tarde pararon el taladro. Y el buldócer. El silencio de la maquinaria permitió escuchar de nuevo el ruido apacible de la naturaleza. Los pájaros con su cantar de gracia, mientras volaban de rama en rama. El eco de un burro rebuznando. Las lagartijas que se movilizaban entre las hojas secas del suelo. El balido largo de algún chivo solitario. El revolotear del viento entre los árboles. Todo se escuchaba nítido.

Era la hora del almuerzo. Todos se quitaban el casco. Se desabotonaban la camisa sudada. Ingerían sus enlatados sentados en cualquier piedra. Y se recostaban bajo la sombra de un palo de trupillo a mirar el azul del infinito, mientras recordaban a los hijos, a los padres, a los hermanos, a la esposa del alma que estaban lejos, al otro extremo del país.

En invierno, la cosa era a otro precio
Habían llegado a principios de 1977, cuando aún no existía siquiera el campamento de Tabaco. La idea que traían entonces, desde el interior del país, era la de una Guajira desértica, brava e insegura. Y desde el momento mismo en que se bajaron del avión, en el aeropuerto del batallón de Buenavista, supieron que sus conceptos se alejaban totalmente de la realidad.

Encontraron una tierra fértil. Veían árboles a ambos lado del camino, desde el batallón hasta Barrancas, donde establecieron el campamento en el patio de una casa: eran unas carpas tendidas a la intemperie, sin abanico y sin aire acondicionado. La interconexión eléctrica todavía no había llegado a la región. Y debían dormir sin más acompañamiento que el ruido de un motor "Lister" instalado en el mismo patio.

Se encontraron con una gente amable, hospitalaria, fiel. A pesar de la difícil época de violencia por la que atravesaba La Guajira debido a la bonanza marimbera que estaba en pleno furor, ellos se movilizaban con tranquilidad de un lado a otro: los mismos habitantes los protegían.

La primera tormenta en Tabaco

Ocho meses duraron en Barrancas. Después se instalaron en el campamento de Tabaco. Algunos nunca pudieron sobreponerse al miedo que les causaba cuando el avión iba a aterrizar en la nueva pista: ella se desprendía de una cerca alta.

Jairo Pinzón jamás olvidará el primer huracán que le tocó padecer en Tabaco. Ese día, el cielo se oscureció. Los torrentes de brisa corrían cada vez más fuertes. A cada rato escuchaban caer rayos. La lluvia caía en gotas grandes y constantes. El horizonte se iluminaba a cada rato anunciando un nuevo y estrepitoso trueno. Tres árboles fueron arrancados de raíz por el viento. El techo de una barraca voló intempestivamente.

Hasta que alguien no aguantó más. Cogió el radioteléfono y llamó a Bogotá. Con una voz entrecortada por el susto, empezó a describir la situación. Ya era de noche. La comunicación se cortó de repente. Al día siguiente, bien temprano, llegó un avión con médicos, enfermeras y equipos de primeros auxilios. Aparte del techo volado, encontraron todo en orden: los habitantes del campamento habían pagado la novatada de un tremendo aguacero en La Guajira.

De regreso al campamento

Las cinco de la tarde. El sol declinaba, en medio de su resplandor rojizo y sin fuerza. El taladro había llegado hasta los 300 metros de profundidad. Como en los tres pozos anteriores, también encontraron carbón. Sacaron la muestra para enviarla a Bogotá en el vuelo del próximo jueves. Y emprendieron el camino de regreso al campamento.
Dibujos de Javier COVO Torres

La misma trocha. Otra vez el polvo metiéndose por la nariz, por los oídos, por los ojos. Pero con la frescura del anochecer y la tranquilidad del regreso feliz después de la labor cumplida. Un señor llevaba sus vacas al corral para ordeñarlas al día siguiente. "¡Epa!", hizo en forma de saludo. "Buenas tardes", respondieron los del "jeep". Hace tres días se pinchó una llanta en ese mismo sitio.

Pasaron por el rancho donde llegaban siempre. Las gallinas empezaban a subirse en el palo de almendro, en donde pasarían la noche. Los chivos iban entrando solos al corral. Comieron queso de cabra. Y tomaron tinto en totuma.

Cuando llegaron al caserío de Tabaco ya había oscurecido. Se bebieron una cerveza en la cantina de costumbre, mientras los envolvían con música vallenata. La gente los saludaba, les tomaban el pelo. Algunos de ellos resultaron casados con jovencitas guajiras.

En el campamento, Pacho les tenía la cena servida. Unos verían televisión un rato, después de un baño refrescante. Otros se irían a sus casas a descansar. Mañana volvería a empezar otra jomada. Así, hasta que todo ese monte de 38 mil hectáreas se convirtiera en el Complejo Carbonífero más grande de Suramérica.






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