26 jul 2016

Mi pedacito de vida en los 40 años del Colegio Luis Giraldo, de Casacará

Por John Acosta

Fue la primera vez que estuve tras unos barrotes, en una cárcel. Y, hasta ahora, la última, gracias a mi Dios. Todavía no habían pavimentado la carretera e íbamos pateando las piedras que aún quedaban de los camionados que habían echado, quizás cuándo, los ingenieros contratistas del Estado para volver transitable la vía. Éramos los del grupo de siempre, que vivíamos por los mismos lados: Jorge Valencia, Orlandito Dangond, Rafita Polo, Alberto Vega, Germán Ramírez, Eduardo Martínez y yo. Salíamos de clases en el colegio Cooperativo Luis Giraldo y nos íbamos juntos, carretera abajo, abrazados por el sol tropical del medio día. La mejor manera de paliar en algo el tormento del solazo que nos martirizaba, era mamarnos gallos entre nosotros: eso que hoy los psicólogos llaman bullying. Casi 40 años después, no recuerdo sobre qué  jodíamos ese día. Lo cierto es que uno de ellos (tampoco recuerdo quién fue) me dio un manotazo en la cabeza y mi reacción inmediata fue tirarle la pepa del mango que acababa de comerme. El compañero de estudios la esquivó muy bien y la semilla le cayó con fuerza a un agente, pues justo estábamos pasando frente a la Estación de Policía, que quedaba a una cuadra del colegio, antes de que las Farc obligaran a retirar a los policías del pueblo.


Desfile del Luis Giraldo del 20 de julio de 1979. La carretera estaba recién
pavimentada
Había llegado a Casacará, donde nací 13 años atrás, después de más de 10 años, cuando mi padre me llevó a que me criara mi abuela paterna en La Junta. Hice la primaria con honores en la Escuela Rural de Varones de ese querido rincón del sur de La Guajira. Y me tocó salir porque allá no había colegio de bachillerato. Recuerdo la noche en que Gladys Acosta Sierra, prima hermana de mi papá, me dio la razón fulminante: “Me voy mañana. Y Chide te manda a decir que si quieres seguir estudiando que te vayas conmigo o, si no, te quedas ignorante para toda la vida”. Eran las nueve porque se acababa de terminar el capítulo de la novela venezolana que se veía en el único canal cuya señal entraba en La Junta: Venevisión. Y ya las dos interrupciones seguidas de energía anunciaron que en cinco minutos se apagaría la planta eléctrica. Yo fui a ver la novela en la casa de Betsy Acosta Solano, una de las pocas que tenían televisores en el pueblo. Chide le decían, por cariño, a mi padre, que se llamaba Alcides de Jesús.

“Si tú conservas estas calificaciones, te ganarás la beca por promedio siempre”, me dijo Marlene López, la secretaria del Colegio Cooperativo Luis Giraldo, el día que mi padre me llevó a matricularme. Por supuesto, el viejo Chide salió de allí orgulloso, caminando al lado mío. “Bueno, ya sabes: a sacar buenas notas”, me dijo. Fue el peor año académico que he tenido en mi vida. Era el año 1978.

Desfile del Luis Giraldo, el 20 de julio de 2016
Mi suspensión por una semana

Además del carcelazo que me gané el día de la pepa de mango, también me suspendieron del colegio hasta que llevara a mi acudiente; es decir, a mi padre. Esa vez fuimos a la vecina población de Becerril un grupo numeroso de estudiantes. Y regresamos a Casacará haciéndoles bullying a nuestras propias compañeras de salón. Nos pasamos de la raya. Y nos ganamos la suspensión.

Recién llegado como estaba a vivir con mi papá, me daba pavor contarle que yo estaba suspendido en el colegio. De manera que todas las mañanas salía para clases, dispuesto a caminar más de un kilómetro que separaba el Luis Giraldo de la casa donde vivía. Dejaba el termo amarillo en la bomba de gasolina de Hernando Nieto, único sitio donde había luz eléctrica en el Casacará de entonces, para recogerlo con hielo de regreso al medio día. Y me perdía entre el laberinto de calles destapadas, conociendo y sintiendo al pueblo donde nací, del que me habían separado cuando tenía apenas dos o tres años de edad.

Estos son los integrantes de mi curso, en 1980. En la clase de Biología, con
el profesor Javier Ramos
Aún hoy, Casacará sigue siendo un pueblo pequeño, al que la Alcaldía del municipio de Codazzi, Cesar, al cual pertenece este caserío, no le ha pavimentado ni una sola calle. Fue fácil para mí recorrerlo palmo a palmo en esas jornadas impías en que pensaba que le estaba haciendo creer a mi papá que yo asistía de veras al colegio. Antes de cumplir una semana en esas andanzas obligadas por las circunstancias, me di cuenta de que no podía seguir sosteniendo ese tren de vida indefinidamente. Sobre todo porque en los últimos días ya no tenía nada más qué conocer y me tocaba sentarme en los andenes de las casas a esperar a que se hiciera medio día para volver al hogar.

El antes y el ahora del colegio
Hasta que una mañana tomé el impulso antes de salir y fui hasta el escritorio desde donde mi padre administraba la sucursal de una empresa bogotana de aceite comestible. “Estoy suspendido en el colegio y no me dejan entrar a clases hasta que usted no vaya allá”, le dije de una. “¿Y esa vaina?”, me preguntó como con cara de extrañeza. “Cosas”, le respondí. “Ah, bueno, vaya siguiendo, que yo voy atrás”, me dijo. Sentí que me había quitado un enorme peso de encima. Todavía me quedaba la preocupación por el regaño que me iba a pegar el viejo una vez regresara él del colegio: no me dijo una sola palabra sobre el asunto; es más, nunca me lo mencionó.


¿Qué pudo haber generado ese radical cambio en mí, de ser un excelente estudiante en La Junta a uno mediocre en Casacará? Quizás. Tal vez el cambio de pueblo, de hogar, de colegio, en fin. Lo cierto es que de la etapa de ese primer año de bachillerato en el Colegio Cooperativo Luis Giraldo, hay tres recuerdos ingratos y dos muy placenteros. Además del carcelazo de un día por una pepa de mango y de mi suspensión por lo que hoy llaman bullying, hay otro hecho lamentable que atosiga mis reminiscencias de ese año lectivo de 1978, cuando esta institución educativa tenía dos años de haber sido fundada: el profesor de inglés, en un acto de ira desenfrenada, se quitó el reloj de pulsera y llamó al estudiante Eduardo Martínez a cogerse a trompadas afuera del salón. Provocado por las condiciones del momento, Eduardo se puso de pie para no ser humillado ante sus compañeros. Afortunadamente, entre todos evitamos que el asunto pasara a mayores.

Mi carnet, en 1979, segundo año de bachillerato
No recuerdo el nombre de ese profesor de inglés. En realidad, solo retengo el de un solo docente de ese agitado año escolar. Se trata del maestro Milton. Creo que me facilitaba Matemáticas. Una vez, casi al final del curso, se me acercó en un tono paternal: “Recapacite, usted tiene todo para ser un excelente estudiante. Póngase las pilas y verá”, me dijo. Hoy, pienso que esas palabras hicieron un profundo efecto en mí. En todo caso, 1979 y los siguientes fueron una redención impresionante.

La departamentalización del Colegio Luis Giraldo

Es una cuadra grande, que queda a la orilla de la carretera Valledupar-Bucaramanga. En
Así imprimíamos el periódico del colegio
una de las esquinas, el viejo Luis Giraldo construyó una bodega para almacenar el algodón que cultivaba en sus grandes extensiones de tierra y que no alcanzaba a guardar en su finca. Esa bodega y el pequeño lote que la circundaba, lo donó Luis Giraldo para que un grupo de emprendedores casacareños (como la profesora Carmen Molina, Eligio Santiago, Isabel Perdomo, Argemiro Bolaños, entre otros) adecuaran el sitio para que naciera, con 26 estudiantes, el Colegio Cooperativo Luis Giraldo, mediante la resolución Nº 0045  del 19 de noviembre de 1976 de la Gobernación del Cesar.  Su primer rector fue el licenciado German Mejía Sarmiento, que no alcancé a conocer. Cuando ingresé a cursar la secundaria, dos años después de su fundación, el rector era el licenciado Ricardo Alexis Caicedo Licona.

A un rastrillo así pertenecía el viejo
disco que servía de campana
Este es un disco nuevo de rastrillo;
el que servía de campana ya estaba
en desuso
Tuvo que haber sido a finales de 1978 o a comienzos de 1979 que el colegio pasó a manos del Departamento del Cesar. En todo caso, cuando entré a cursar segundo año de bachillerato (lo que hoy es séptimo) en 1979, ya se llamaba Colegio Departamentalizado Luis Giraldo. El cambio fue radical, por supuesto.  Llegaron nuevos profesores, la mayoría recién licenciados en la Universidad del Atlántico, que le imprimieron un dinamismo impresionante al Luis Giraldo. Francisco Turizo nos hizo enamorar de la literatura y descubrir a Gabriel García Márquez: no pudo hacernos bilingües con sus magistrales clases de inglés, pero nos enamoró de nuestro propio idioma, con sus apasionantes clases de español. Javier Ramos nos volvió biólogos de la noche a la mañana, redescubriendo la fauna y flora de nuestro entorno. Reynel Ríos Tariff nos enseñó a nadar por las aguas de la filosofía y la turbulencia que se vivía en nuestra América Latina: los sandinistas, en Nicaragua; Tupamaros, en Uruguay; Sendero Luminoso, en Perú; el Frente Farabundo Martí, en El Salvador, en fin: eran analizados en los foros que armábamos en clases. Ricardo Zúñiga logró que también los números, como las letras, hicieran parte de nuestras vidas; lo mismo Roberto Morales, otro gran matemático. Jorge Visbal, mediante sus clases de Educación Física, nos enseñó a soñar con ser grandes atletas. La profesora Esperanza de Duarte, con su dicción andina, nos condujo a viajes mundiales con los mapas colgados en el pizarrón; también con ella, supimos cómo se transforma la vida histórica con batallas y guerras.

El rector del nuevo colegio departamentalizado fue un hombre afable, sonriente: un caballero.  Fue Álvaro Montes Martínez. Precisamente, él cuenta el proceso en una reseña que escribió antes de su muerte: “la asamblea Departamental  del Cesar lo departamentalizó mediante ordenanza No 030, proceso en el que intervinieron visiblemente el doctor Ramón Fernández y el doctor Luís Ernesto Araujo por parte de la comunidad; y del  departamento lo hicieron el Lic. Zenen Contreras Lazzo Secretario de Educación Departamental y el entonces Gobernador del Cesar Don José Guillermo Castro Castro”.

En una parranda en Casacrá de mi época de estudiante
en el Luis Giraldo
No había motivo alguno para seguir siendo el estudiante mediocre en el que me convertí en ese 1978. La confianza que nos brindaban los nuevos profesores y directivos del Luis Giraldo nos impulsaron a ser buenos estudiantes. Ahí conocimos a un tipo que escribía las mismas vainas que vivíamos a diario y, por eso, se hizo famoso y se ganó un premio nobel de literatura, el único que ha ganado Colombia. Incluso, fuimos capaces de sacar un periódico que imprimíamos manualmente en esténcil y salíamos a vender a las calles. Recuerdo el artículo crítico que escribí sobre el abandono en que el municipio de Codazzi tenía sometido al corregimiento de Casacará.

Hicimos las semanas culturales anualmente hasta que alcanzamos el grado máximo que otorgaba el colegio en ese entonces: cuarto año de secundaria. En 1980, bajo la guía del profe Francisco Turizo, empecé a esbozar mis primeros escritos. Eran cuentos influidos por los textos que nos ponía a leer. Macario, del Llano en llamas, me impresionó muchísimo: no podía entender cómo alguien era capaz de comer sapos. A todo le sacaba un cuento. Incluso, muchos de mis compañeros me pagaban para que les escribiera el cuento de la tarea que puso Turizo.

El placer de andar por la calles destapadas del pueblo
Desde 1979 me hacían el honor de izar bandera por aprovechamiento y conducta: me tocaba  innovar un esfuerzo enorme, cuando salía al frente, para esconder los rotos de los viejos zapatos de siempre. Trataba de esconder con el otro pie las impertinentes muestras de la decrepitud de mis calzados. Mi mayor orgullo de esa nueva etapa fue ser el escogido para tocar la campana que indicaban la finalización de las clases y el inicio o final del recreo. No podía haber timbre, ya que en el pueblo no había luz. Tampoco era una campana como la de las iglesias. Era un viejo disco de arado que colgaba de un  alambre en la puerta del pasillo y que yo debía golpear con una varilla, una vez al final de cada clase y dos veces seguidas para iniciar o finalizar el recreo.

Para la semana cultural de 1980, escribí una obra de teatro sobre lo que había sido mi vida en mi nuevo hogar: los cambios de 180 grados de vivir con mi abuela en La Junta a vivir con mi padre y su esposa en Casacará. Incluso, el final de la obra era una proyección de lo que mi mente de adolescente predecía lo que podría ser mi futuro. Todas las tardes íbamos y la ensayábamos en los salones vacíos del colegio. Tuvo un éxito enorme entre los estudiantes de otras poblaciones que asistieron ese año al Luis Giraldo.

Un mejoramiento permanente

Bien temprano en la mañana, después de la parranda, en pleno Cruce, en
Casacará
En 1981 nos tocó abandonar el colegio amado porque no había ni quinto ni sexto año de secundaria, lo que hoy llaman décimo y undécimo grado. Cada uno de nosotros cogió rumbos diferentes. “Durante el año 1984 y 1985 solo era hasta  los grados cuarto de bachillerato           (hoy 9°). En 1986  ya se abrió el grado 5° (10°)  y en 1987 el grado sexto (11°), dando así origen a la primera promoción de bachilleres”, escribió Luis Antonio López Daza, quien desde 2002 es el rector del colegio Luis Giraldo, en reemplazo de Álvaro Montes.

El mejoramiento de este plantel educativo casacareño nunca se detiene. “En 1989 fue nacionalizado por la ley 12 del Congreso de la República  y tomó el nombre de Colegio Nacionalizado Luis Giraldo; en 1993 se inició el proceso de Bachillerato Técnico   en Administración y Desarrollo Social, según la resolución 000894 de 17 de marzo 1994, y se logró el cambio de   denominación al de Instituto Técnico de Administración y Desarrollo Social Luis Giraldo, mediante la resolución 000030 del 21 de julio de 1994”, escribió Luis Antonio López.

Una visita reciente al colegio
Paulatinamente, junto con los avances en los procesos académicos, la planta física también fue creciendo. De la antigua bodega para almacenamiento de algodón que quedaba en una esquina, pasó a ser un megacolegio que ocupa toda la manzana. En 2004 se conforma la Institución Educativa Luis Giraldo, atendiendo a la ley 115 del 8 de febrero 1994, que establece su artículo 140 la asociación  de Instituciones Educativas. La nueva asociación está integrada por el Colegio Luis Giraldo y las escuelas María Reina y General Santander.

El 19 de noviembre de este año, el colegio celebrará sus 40 años de fundado. Quiero ir hasta allá para reencontrarme con los viejos compañeros de bachillerato. Sé que todos estamos canosos y barrigones, obligados por la vida a coger lugares distantes para vivir. Seguramente, irán Jorge, Orlandito, Germán, Eduardo, Rafita y Alberto. Es posible que ellos no se acuerden del medio día aquél en que me metieron preso por no tener tino con una pepa de mango, pero yo seré feliz recordánselos.

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