26 mar 2017

"Placas Blancas", la otra invasión de Maduro a Colombia

Por John Acosta

Había más de 15 putas, en un salón pequeño. Cuando entré, se respiraba un aire enrarecido por el humo de cigarrillos, a pesar de que la puerta que da a la calle permanecía abierta. Las mesas estaban colocadas en redondo, alrededor de las cuatro paredes del recinto: todas estaban ocupadas  por más de tres parejas, menos una. Uno de mis dos acompañantes fue hasta el fondo, donde estaba el bar. Saludó al dueño y me lo presentó. Pedí tres cervezas y empezamos a tomárnosla de pie, junto a la barra. Miré a un lado y descubrí que el otro acompañante mío ya conversaba animadamente con una de las dos únicas mujeres que habían desocupadas en la mesa donde no había hombres. Una era tan joven que parecía no llegar a los 20 años y la otra no creo que pasaba de los 25. El compañero que estaba con ellas nos invitó a que los siguiéramos.  “Falta una”, pensé, mientras nos sentamos. Apenas las escuché hablar, supe que eran venezolanas. “En este bar no encuentras ni una sola colombiana”, me dijo la más joven.


No se me hizo raro, lamentablemente. Hacía tres días había regresado a mi Guajira a realizar un trabajo cultural en una empresa minera y me había encontrado de frente con esa triste realidad. Cuando el primer día de labores, una de las personas que hacían parte de mi universo de investigación supo en qué hotel me alojaba, me dio una palmadita en el hombro y me dijo: “Te veo bien. Por ahí tipo siete de la noche empiezan a rondar las Placas Blanca”. No entendí bien el mensaje, solo sabía que hacía muchos años en La Guajira había más carros venezolanos que colombianos y que tener un carro colombiano era un privilegio: “Andas bien montado, tienes un placa amarilla”, le decían a uno. La placa de los carros venezolanos son blancas y la de los colombianos, amarillas. No tardé mucho en descubrir que ahora en La Guajira les dicen Placa Blanca a las prostitutas venezolanas.

Al tercer día de trabajo, se me dio por dar una vuelta en Albania, el municipio carbonífero de La Guajira. No cené esa noche en el hotel y fui a un asadero que queda en una esquina de la antigua plaza del pueblo. Llamé a Samir, un amigo que vivía en la población desde hacía muchos años. Después de que comimos, fuimos a una cantina a encontrarnos con un amigo de él que tomaba cerveza en ese lugar. “Esta vaina está aburrida aquí, vamos a dar una vuelta”, dijo el amigo del hombre cuando llevábamos ya en nuestro organismo más de media canasta de cerveza. Eran pasadas las diez de la noche y solo había unos bailes caseros aislados, pues ese día hubo grados de bachiller en el colegio de Albania. Fuimos hasta el vecino corregimiento de Cuestecitas, conocido por ser la sede central del contrabando de gasolina venezolana. “Eche, ni que estuviéramos en ley seca”, dijo el amigo de Samir, al ver la soledad y el silencio del pueblo a esa hora. “Mira la vieja esa, está tocando en la sede de las Placas Blanca de Cuestecita”, dijo Samir. La llamamos y llegó hasta el carro. Nos explicó, con su acento venezolano, que la cuestión estaba calmada “porque la Policía estaba jodiendo mucho esta noche”. El amigo de Samir le dijo que podíamos entrar y tomar cervezas adentro, con la puerta cerrada. “Voy a preguntarle al dueño. Ya vengo”, dijo. Fue, tocó nuevamente la puerta, abrieron por una hendija, habló algo y regresó hasta donde nosotros: “Nada, que es mejor evitar, me dicen. Si quieren vamos para otro sitio, yo me los echo a los tres”. Le respondimos que otro día y volvimos a Albania.

Balneario El Pozo, Hatonuevo
El primer día de mi llegada fui a almorzar a Hatonuevo, otro municipio minero de La Guajira.  Llegué hasta el Balneario El Pozo y había muchas jovencitas hermosas. Un lugareño me dijo, sin preguntarle: “son muchachitas de bien, de aquí, de Hatonuevo. Claro que, a veces, esto se llena de Placas Blancas, que también son jovencitas y muy lindas. Por cierto, mujeres bien educadas, no parecen putas”. Ya dos veces me las habían mencionado ese día y la curiosidad por conocerlas me mataba. El hombre me explicó cómo llegar al sitio donde se albergaban en ese municipio. Cuando me sentí perdido en mi búsqueda del lugar, me detuve en una esquina, bajé el vidrio y le pregunté dónde quedaban las Placas Blancas a dos señores que tomaban cervezas sentados en el sardinel de la tienda. “Doble aquí a la izquierda y suba dos cuadras más, dobla a la derecha y continúe hasta la esquina. Ahí están”, me respondió uno, con una sonrisa maliciosa. La casa estaba cerrada, pero un portón de garaje, que llevaba al patio, estaba abierto. Miré hasta el fondo y vi varias mesas y sillas en desorden, pensé que era por la hora: un poco más del medio día. Dos jovencitas iban en la mitad de la calle, con unos pantalones cortos y blusas ombligo afuera. Las alcancé, y les pregunté para dónde iban: “Vamos a almorzar”. Les propuse llevarlas y se subieron al carro. Me contaron que eran venezolanas, que tenían tres días apenas de haber llegado, aunque en la casa estaban otras que tenían más tiempo de estar aquí, que esperaban que la vaina fuera tan buena como se las contaron, que hasta ahora no les había ido tan bien, que ojalá el fin de semana las cosas cambiaran, que en Venezuela no ejercían ese negocio, pero que les había tocado porque la familia de ellas pasaban hambre en el vecino país. Las dejé en el restaurante y me fui pensativo de allí.

Parque de Albania
La noche en que volvimos a Albania, nos fuimos para el bar. La otra chica de la mesa, la de menos de 25, parecía embarazada: se le notaba el vientre un poco hinchado y no propiamente por gordura. La menor aceptó salir a dar una vuelta con nosotros. Pagamos al dueño la salida. Y el amigo de Samir le dijo que se pusiera ropa decente porque íbamos a los bailes de graduación. Se quitó la minifalda y se puso un jean. Cuando ya íbamos por las calles del pueblo, ella se llevó la mano derecha a la cabeza, en señal de que se olvidó algo. “¡Anda, vale! Vamos a devolvernos, en el bar no nos dieron los condones”, dijo. La tranquilizamos, le dije que lo que quería era hablar con ella para hacer un reportaje, que no se preocupara, que no iba a mencionar su nombre ni a tomarle fotos. Fuimos a tres bailes. Y nos contó que en su casa no sabían que ella se dedicaba a la prostitución en Colombia. “Les hice creer que trabajaba de vendedora en un almacén. Me pedían que les mandara fotos. Me tocó salir una tarde y tomarme una fotografía frente a una boutique de aquí de Albania. Se comieron el cuento”. Nos dijo que tenía 19 años y que tenía menos de uno dedicada a este oficio. “Si ustedes vieran cómo nos tiene el mardito de Maduro de jodidos, pasando hambre. Yo nunca había visto eso. Mi mejor amiga, la que me convenció que me viniera con ella, ya se salió del gremio: un hombre casado se enamoró de ella, dejó a su esposa y vive con mi amiga aquí en Albania”.

Conozco un caso similar en un municipio del departamento del Magdalena. Hay un escándalo social porque un joven ganadero está de pelea con  la esposa por culpa de una joven venezolana que conoció en una casa de lenocinio de su pueblo. Admirado por la decencia y educación de la mujer, la mudó a un sitio decente. Lo cierto es que no hay un solo municipio del Caribe colombiano en donde no se hable de las mujeres venezolanas que llegaron ejercer la prostitución en ese territorio. La noche en que íbamos con  la joven de 19 años, en Albania, nos encontramos con un grupo de seis mujeres. “Esperen, esas son venezolanas que ejercen en la calle”, nos dijo. Ella bajó el vidrio y las llamó. “Pilas, avísales a las otras que Migración está haciendo batida para deportarnos”, le dijo la que parecía ser la líder del grupo. La joven nos hizo volver al bar para avisarles a las otras que tuvieran alertas.

Ahora sí entiende uno el desespero del presidente Nicolás Maduro con el descontento de su pueblo. Está tan alterado que comete locuras, como la de enviar efectivos de su Ejército a que ejerzan soberanía del lado de Colombia. Hace poco ocurrió: a la vereda Los Pájaros, del municipio de Arauquita, en el departamento de Arauca, más de 60 soldados venezolanos llegaron hasta Bocas de Jujú, finca de Edgardo Camacho, en el lado colombiano e izaron la bandera del vecino país. Parece ser un afán de Maduro para que el gobierno colombiano muerda el anzuelo y le haga el favor de ocasionar una crisis diplomática que despierte el nacionalismo del venezolano común, se olvide así de sus penurias y rodee a la errática administración, autodenominada socialista.


A las cinco de la mañana, llevamos a la joven al bar para que se bañara y sacara sus motetes porque regresaba a su natal Maracaibo a festejarle los 15 años a su hermana. “Ya reuní para comprarle el celular inteligente que me pidió. En tres días, regreso a Colombia”, nos dijo cuando se despidió de nosotros.