30 ago 2007

Nadie asesinará la alegría del pueblo

Por John Acosta

Rosa Elvira se desmayó cuando los dos disparos de fusil hirieron de muerte al silencio de la madrugada. “¡Dios mío: la mataron!”, alcanzó a gritar antes de caer al piso. Desde que se llevaron a su hija, media hora antes, se había aferrado a la esperanza de que no le harían nada: solo la reprenderían y la obligarían a que no tuviera esa clase de relaciones amorosas. Sin embargo, tuvo la precaución de ponerse a rezar en medio de sus sollozos para que Dios le ayudara a conservar viva a su hija. Pero los dos tiros que retumbaron en el ambiente frío de esa hora le truncaron de un sólo tajo sus esperanzas. Cuando la vio caer desvanecida por la tristeza, su nieto de cuatro años volvió a soltar el llanto: había despertado con el escándalo que se armó cuando vinieron por su tía y había llorado a todo pulmón hasta que Toño, su papá, lo consoló en sus brazos. Entonces, el niño se metió el dedo pulgar a la boca, que era su forma de calmar sus requiebros desenfrenados, y se quedó tranquilo en los brazos redentores de su padre.