21 sept 2007

Las primeras punzadas de la muerte

Al viejo Tone,
allá donde esté,
si es que se encuentra en alguna parte.

I

Estoy muerto. Desde el interior oscuro de mi ataúd oigo las risotadas de los asistentes a mi velorio. Siento el ardor consecutivo de las múltiples miradas de curiosos que se disputan a empujones disimulados el privilegio de ver mi rostro a través del pedazo de cristal que tiene la caja en la tapa. "El pobre: quedó igualito", escucho. Y trato de imaginarme la rigidez de este cuerpo inerte. Los ojos cerrados, claro. La clásica tira de trapo negro amarrada desde la barbilla hasta la cabeza, como el cordón que sujeta el sombrero de los vaqueros, para cerrar mi boca, abierta por el estupor de la muerte. Los cuatro topitos de algodón, untados de formol, tapándome los orificios de la nariz y los oídos. La misma indumentaria de los muertos de este pueblo.

Son las diez de la mañana. Lo sé por el ambiente de bochorno que circunda en la atmósfera. El calor se hace más espeso a medida que entra la gente a la sala. Los gritos de Elisa, mi mujer, exaltando cada una de mis cualidades de marido ejemplar, en medio de su llanto desconsolado, ahogan el alboroto de las mujeres voluntarias que llegaron a preparar el tinto y la bebida de hierbas medicinales en el fogón de leña roja que está en la mitad del patio. El intenso olor a formol que quedó impregnado en el ambiente, después de que prepararon mi cuerpo, se disipó en el aire, a donde ascendió tal vez en busca de mi alma para impedirle que llegara al cielo.