20 oct 2011

La alegría provinciana en la mina a cielo abierto más grande del mundo

Por John Acosta
Eran las tres de la tarde. Los junter0s no se reponían aún del sopor de esa hora del día. Había caído en aguacero a las once de la mañana. Pero el calor era superior a cualquier artificio de la naturaleza. Algunos burros trataban de pastar en las sabanas del pueblo. Las jovencitas, recién levantadas de la siesta obligatoria, se asomaban por las ventanas de sus casas. Miraban la soledad de la calle de arriba a abajo. Y se volvían a acostar esperando un rato más propicio para sentarse, arregladas, en el sardinel de sus viviendas. La última camioneta que llevaba pasajeros a San Juan del Cesar empezó a pitar por las calles. Tres visitantes casuales se subieron. La gente salía a las puertas a ver quién iba a viajar. Al pasar frente a su casa, José Jaime Daza Hinojosa chifló al chofer. La camioneta se detuvo. "¿Ya vas saliendo?", preguntó José Jaime. "Claro. Súbete", respondió el conductor. José Jaime vio a los tres pasajeros. Sabía que el carro no salía hasta que no estuviera con el cupo completo. "No, yo no me voy a emborrachar dando vueltas contigo. Cuando vuelvas a pasar me subo", dijo. "Entonces te vas a quedar", sentenció el chofer. José Jaime Daza Hinojosa se subió. La camioneta siguió levantando polvo por las calles. Recogió dos pasajeros más. Cruzó el río que divide al pueblo. Llegó a la casa de Chave Torres, la curandera que hace volver maridos escapados. Había una mujer de aspecto sombrío. Una de las hijas de Chave Torres salió a la puerta. "Todavía no han terminado de hacerle el trabajo a la señora. Date otra vueltica", dijo. La camioneta arrancó.

Parrandeé con Francisco El Hombre

Por John Acosta
Debían ser las diez de la mañana porque la sombra del palo de guayabo llegaba hasta la piedra de afilar. Sentado en la silla de estacas que tenía clavada en la pared del frente de su rancho de barro, Sebastián Demetrio Hernández limpiaba una vez más su querida escopeta. Casi medio siglo después de aquella mañana, acompañado por las ráfagas de recuerdos brumosos que lo sorprendían a cada rato en el reposo de sus 100 años de vida a punto de cumplir, don Sebastián habla del susto aquel como el más grande de su existencia.

La explosión se sintió por toda la península, no porque fuera de muchos kilos, sino porque el mundo guajiro estaba sin estreno y hasta las ondas propagadoras del ruido eran vírgenes. Sebastián Demetrio no podía controlar todavía el latir desesperado de su corazón asustado, cuando oyó la segunda y después la tercera. Su única reacción de supervivencia fue coger el burro, angarillarlo, terciarse la escopeta y salir a toda prisa hacia Los Remedios, el caserío más cercano a su parcela, porque no le daba la gana de quedarse y morir solo. “Déjate de alboroto, hombre. Esa es la Troco, que anda por ahí, buscando petróleo", le dijo alguien en el pueblo.

La letra, con sangre, no entra

Por John Acosta

Hacía calor. Por los calados del curso se escurrían los gritos de los estudiantes rezagados que se habían quedado en los pasillos después del timbre que anunció el final del recreo. El salón de Décimo grado estaba de espaldas al mar de Riohacha y los alumnos debían conformarse con el aire cálido que brotaba de los dos abanicos eléctricos que pendían del techo. Todos tenían el cuaderno de química abierto sobre sus pupitres. Querían aprenderse de memoria, en aquellos últimos segundos de desespero, lo que no les permitió la negligencia juvenil en los ocho días que tuvieron de plazo para prepararse antes de presentar la prueba decisoria del segundo bimestre académico.

Se lanzaban preguntas que corrían de un extremo al otro del aula de clases y que eran acaparadas en el aire por cualquier destinatario que las tropezaba. Entonces, salían las respuestas entrecortadas, envueltas en un "carajo, se me olvidó" o en un "espérate y me acuerdo". Hasta que un silencio repentino fue opacando, como una onda concéntrica, la bulla que reinaba en el ambiente. Los muchachos miraron hacia la puerta. Ahí, de pie, con la lista de estudiantes debajo de su brazo izquierdo, las dos manos ocupadas con las tres tizas nuevas y el borrador de tablero, estaba el profesor de química, mostrando, como siempre, su sonrisa intimatoria. Entró. Los muchachos lo siguieron con la mirada hasta que el hombre llegó a su escritorio de maestro. Abrió la lista y empezó a llamar, en orden alfabético, al estudiante de turno para que hiciera su ejercicio en el tablero.

Fabriqué mi propio carro

Por John Acosta

Isidro Antonio Romero Suárez tenía 12 años cuando se le ocurrió manejar un carro por primera vez en su vida. Su padre había cambiado la finquita de la familia por un viejo "volkswagen". Y el pequeño Isidro Antonio se levantaba todas las mañanas con las ansias de ver aquel aparato desafiante. Hasta que no aguantó más: convidó a su hermanito, Cenón José, que siempre lo acompañaba con admiración de niño en todas sus actividades, y arrancó en el automóvil sin más lecciones que las que le robaba en silencio al viejo Antonio Romero, cuando el hombre sacaba a pasear a sus dos hijos. Isidro Antonio y Cenón José pasearon felices por las polvorientas calles de El Molino. Cuando regresaron al hogar, el mayor de los hermanos descubrió en una puerta delantera del carro el rayón fatal. 

El último disparo de Año Nuevo

Por John Acosta


Carlos Rosellón Brlto no tenía nada programado para el 31 de diciembre de 1995. Trabajó hasta el medio día en los talleres de Mantenimiento de Camiones, de Intercor, en la mina de carbón de Cerrejón, en La Guajira colombiana. Llegó a su casa envuelto por ese hálito misterioso que cubre a todos los humanos el último día de cada año y se dio un baño tonificante que lo dejó como nuevo. Salió después de almuerzo, con la pinta "treintaiunera" y bien emperfumado, con la idea de encontrarse algún compañero de trabajo por la calle para despedir el año al compás de unos tragos. Luz Melvis, su mujer, lo vio alejarse y todavía no se explica cómo no tuvo el más leve presentimiento de que algo muy grave sucedería horas más tarde.

Carlos Rosellón no se encontró con ninguno de sus amigos de parranda en la ronda de inspección que hizo por toda Fonseca, el municipio de sus entrañas. Entonces, fue a la casa de su cuñado Felipe Amaya, el esposo de su hermana Luz Mary, a recordarle que pasara por él en la madrugada, después de las felicitaciones de Año Nuevo, para que lo llevara a Cañaverales, un corregimiento de San Juan del Cesar, de donde era oriundo y a donde acostumbraba ir siempre a darle el feliz año a sus padres. Ese año, sin embargo, el destino le tenía preparada una mala jugada.

Primo, préstame pa’l bus

Por John Acosta

Lo que más odió en su niñez fue lo que más tarde le dio para pagar su primer semestre en la universidad: la lectura. Y la detestó porque, desde el principio, lo suyo fueron los números y no las letras: cuando del corregimiento de Tigreras se fue para Riohacha a hacer su segundo de primaria, Alifredis Flórez López no sabía leer. En cambio, nadie le ganaba en suma, resta, multiplicación y división, las cuatro operaciones básicas de las matemáticas. Pero eso no le bastaba para enfrentarse al difícil mundo de la escolaridad de entonces.

El señor José, su padre, lo llevaba todos los lunes en la mañana a la casa de la abuela, en Riohacha, refundido entre las tinas de leche que el papá iba a vender a la capital de La Guajira, en la vieja camioneta de placas venezolanas. Y regresaba a Tigreras los viernes en la tarde, entre las canecas vacías, a someterse al suplicio de las lecciones que la señora Avis, su madre, le daba en la cartilla abecedario: fueron los peores fines de semana de su vida, donde el único respiro eran los cortos ratos en que se escapaba a jugar con los amiguitos del pueblo y sus cinco hermanos.

17 oct 2011

La vida, en un metro cuadrado

Por John Acosta
Los indígenas miraban los cuadros con incredulidad. No lo podían creer: era imposible que en esos pequeños espacios de un metro cuadrado, cupiese con tanta precisión y belleza su mundo de aridez y sol. Pero, era cierto. Ahí estaba plasmado sobre el papel: la ranchería, la arena, el sol, los chivos, el molino de viento y hasta podía sentirse sobre el rostro el azote constante de la brisa reseca.

Colgados sobre las paredes de la Casa de la Cultura Glicerio Pana, de Uribia, estaban expuestas las pinturas de David Hernández Martínez, un ingeniero químico que una vez salió de su Fonseca natal a estudiar Arquitectura en Barranquilla.

Corría el año 1979 y David estaba cansado de renovar a su grupo de amigos cada seis meses porque siempre ellos salían del pueblo a buscar un mejor futuro en las aulas de una universidad. En Barranquilla vivió en la casa de Mirna Barros, una prima que llevaba mercancía de Maicao. Mientras ella viajaba, David Hernández le cuidaba los hijos. Por esa misma época, un hermano del futuro pintor también estudiaba Arquitectura.

La obsesión de un escultor

Por John Acosta

Desde que empezó su labor gratificante de creador solitario en La Guajira, a Manuel José Rincón Pico lo ha perseguido siempre un sueño: hacer una escultura grande para regalársela a cualquier población de la península. Y no se ha quedado con los brazos cruzados en espera de que las condiciones se le den como por arte de magia. Lo que pasa es que su locura de genio no le ha alcanzado todavía para convencer a la dirigencia cultural sobre sus nobles propósitos.

"Yo no pido ninguna contraprestación económica. Sólo que se me suministre el apoyo logístico para poder hacer las cosas. La satisfacción más grande para mí sería que, una vez concluida mi gran obra, la gente se acercara a reconocerla", dice. Entonces, se acomoda en su silla, mira fijamente al periodista y lanza su dardo certero con una sinceridad que convence: "Sólo con eso, gano más que cualquier cantidad de plata".

Bajo el amparo de un nuevo hogar

Por John Acosta

La larga espera se evidencia de inmediato en su cabeza: tiene el cabello recogido en varias vueltas, sostenidas con ganchos. No obstante, ella lo reafirma con sus propias palabras. "Yo pensé que ya no iba a venir", dice. Lleva puestos unos shorts y una blusa roja. Sus dos hijos varones, cambiados ya para la ocasión, se asoman por la puerta de uno de los tres cuartos de la casa. "Acabo de venir de la esquina a donde fui a esperarlo para que no se perdiera", agrega con su sonrisa tímida de ama de casa feliz. Su hija menor entra a la sala por la puerta del patio. La señora Georgina García los presenta a todos. "Falta la mayor, que debe estar por ahí, en la casa de una amiga".

La luna engendró a su hijo entre los wayuu

Por John Acosta



Apenas lo vi bajar por primera vez del carro, descubrí que era un hombre alegre. Su sonrisa no reflejaba la timidez del novato que llega a enfrentar un mundo desconocido, sino la seguridad de quien desea ser amigo. Por esa época, ya me acercaba a los 75 años de estar lidiando con una vida difícil por estos parajes áridos de mi Guajira legendaria. En ese entonces, no me pasó por la cabeza que catorce años más tarde yo sería el gestor de una ceremonia que enmarcaría el sentir sincero de mis hermanos indígenas hacia ese señor que acababa de descender de su vehículo mostrando su dentadura brillante de hombre pacífico y a quien Raquel, mi sobrina, bautizó enseguida. "Kasukish", dijo ella. Y con ese nombre, que significa Cabeza Blanca, se quedó entre nosotros.

19 ago 2011

Prólogo a Un corazón dentro del fusil

Hay segundad de que la cacofonía lo embarga en uno y otro lado de la balanza que nivela su criterio y su visión universal: la impaciencia y la impotencia confrontadas a la ciencia. Las primeras parecen emanar de la subordinación que le obliga su ámbito. En cambio, la sistematización, metodología y rigidez de los conocimientos lo desespera y le impide el progreso de su espíritu creador y espontáneo.

Acosta Rodríguez (1965- ) cristaliza sus inquietudes literarias a partir de las vivencias. De las propias y de las que puede rapar a otros que las dejan pasar inadvertidas. Construye recuerdos y sueños, que aún no deberían considerarse como frustrados, pero la proyección de las experiencias conducen a una conclusión concatenada que difícilmente puede desviar el curso del que él prevé.

17 ago 2011

Ante el cadáver de un guapo

Sí, ese era un valiente. Un hombre de verdad. Nunca antes había visto en mi vida a un tipo tan jodido. Ladrón o atracador. Secuestrador o extorsionista. Sea lo que sea, era, ante todo, un verraco. Es que había que verlo ahí, parado en plena tarde, con su pistola en mano, enfrentándose solo a los cinco policías del pueblo. Y no se rindió.

16 ago 2011

Entre enfermos y remedios

A tío Néstor,
con la vergüenza de haberle
robado su propia historia,
aunque mal contada.


Emilio Mendoza seguía sin entender: aquel hombre, de modales finos y uñas pintadas, había llegado de pronto a su casa para exigirle que dejara de hacer lo que todo el mundo en el pueblo, no sólo le pedía a gritos que hiciera, sino que, además, se lo agradecía infinitamente: recetar fórmulas.

Hasta ese día, Emilio no lo conocía personalmente. Sabía que hacía unos veinte días había llegado al pueblo. Se instaló en el puesto de salud. Y de inmediato, emprendió una tarea renovadora que le valió el reconocimiento de los moradores del caserío.

14 ago 2011

Carajo, ¿seré escritor?

Ahora sí: 
a los ratos felices que pasé en El Escondite, 
en la fría capital del país


Y toman ron. Y fuman cigarrillos. Y marihuana. Y aspiran perico. Y sus novias se besan y se acuestan con todos, sin reparos. Y se dejan crecer la barba y el bigote. Y a veces visten de saco y corbata. O chaquetas de gamuza: la misma vaina da. Y bailan, y gritan, y se abrazan borrachos. Y mezclan palabras refinadas con vulgaridades.

Llevo veinticinco años tratando de ser escritor. O poeta. O las dos cosas. Y hoy, cuando estaba completamente convencido de que lo estaba logrando, me doy cuenta de algo espantoso: no soy ni lo uno ni lo otro. Lo único que he conseguido, de los miles de requisitos que exige la moda para graduar de escritor, es tomar ron, bailar y andar con la vulgaridad a flor de labios. Eso y un insomnio jodido que me hunde en las profundidades de los pensamientos pendejos, mientras me revuelco desesperado en el colchón. Nada más.

12 ago 2011

Algo hay que hacer

Por John Acosta



Enrique Zuleta se despertó con el calor del techo de cinc, recalentado por el sol de las once. Se estiró hasta hacer traquear los huesos. Le dolía la cabeza. Bajó las piernas de su hamaca descolorida. Sintió el ardor de la botella vacía bajo los callos de sus pies. "Claro, volví a emborracharme con ron de caña", se dijo.


Se puso de pie. Los calzoncillos sin elástico se le cayeron enseguida. Los recuperó a la altura de los tobillos. Se los subió de nuevo, y les hizo un nudo para ajustarlos a su cintura. "Qué desgracia, ya ni eso tengo". Se puso el pantalón de poliéster desgastado que había dejado anoche sobre el único mueble que poseía: un asiento de cuero sin curtir. En medio de la penumbra del cuarto encerrado, llegó hasta el rincón donde tenía la tinaja. Sacó un pote de agua. Y al llevárselo a la boca, sintió un arañazo en un labio. Era un sapo.

11 ago 2011

Dora, la que echa la suerte

Por John Acosta

Aún recuerdo cuando esta casa era de barro. En la misma época en que mi madre bajaba al río con la ponchera de ropa sucia en la cabeza. Los niños correteábamos divertidos en las playas del riachuelo, mientras las viejas se comentaban los últimos chismes del pueblo, sentadas cada una en su piedra de lavar.

Era la casa sola, íntima. Con las puertas abiertas, como todas las del caserío, pero con el misterio familiar resguardado en sus cuatro paredes. No había baños, y teníamos que ir a defecar a la orilla del río, amparados por el abrigo clandestino de las gigantescas piedras. Armados, eso sí, de garrotes para espantar a los puercos callejeros y hambrientos que insistían en devorar nuestros desperdicios sin haber terminado todavía de expulsarlos.

9 ago 2011

Historia triste de un carnaval feliz

Mauricio Laverde estaba feliz. A esa hora del día tenía ya el triunfo asegurado. Y apenas había gastado la mitad de los millones que su familia recaudó para tal fin. La otra mitad era suya: ganaba por partida doble. De modo que tenía razones suficientes para sentirse el hombre más dichoso del universo. A los 26 años, se perfilaba como el primer alcalde de su municipio, la segunda ciudad en importancia de esa provincia caribeña, electo por voto popular.

Has vivido

"El hombre superior es impasible por naturaleza: poco le importa que le alaben o le censuren: no escucha más que la voz de su conciencia", Napoleón.

Por John Acosta


Ahí estás ahora, sentado en una silla del parque. En la misma silla de siempre. Con el cigarrillo sostenido por esa larga y huesuda mano derecha. Te lo llevas a la boca, aspiras profundo como queriéndote tragar, junto con el humo y de una vez por todas, la amargura y la agonía de cinco años de angustias. Arrugas los ojos, inspirándote en el inmenso placer que te produce aquella bocanada de aire. Y, protegido por la sombra agradable del palo de mango, recibiendo el azote invariable de esa brisa ardorosa, ves venir los recuerdos inclementes que golpean con salvajismo tu memoria, días tras días, años tras años.

8 ago 2011

El otro fotógrafo

Por John Acosta

El cadáver de Mauro permanecía tirado en el pavimento ardiente. Los curiosos, soportando el bochorno del sol caliente, miraban estupefactos el charco de sangre que envolvía el cuerpo sin vida de aquel hombre extraño. Jóvenes, con los uniformes mojados pegados a la piel y los rostros bañados de sudor, se habían volado de la escuela al enterarse del accidente. La bicicleta del muerto estaba a dos metros con los riñes torcidos. El Corregidor, acompañado de dos policías, medía acá y allá con un metro metálico. Eran las tres de la tarde.

Mauro Díaz se levantó ese día, como siempre, a las ocho de la mañana. Aturdido todavía por la pereza del sueño, se envolvió una toalla de colores llamativos sobre su cintura desnuda. Abrió la puerta de su cuarto oscuro y recibió el torrente de luz solar. Atravesó el patio hasta llegar a la ducha que estaba al aire libre, debajo de un palo de mango. Y se despojó de su trapo secador. Allí, en la sombra de ese árbol frondoso, a la vista de todo el que pasara por la calle y mirara por encima de la cerca de madera. Doña Isabel, la dueña de la casa donde Mauro tenía una pieza arrendada, con su pelo despeinado y sus piernas varicosas, atizaba el fogón de leña.

- ¡Carajo, Mauro, buenos días! Ya ni saluda - le dijo.
Mauro llegó al pueblo en un destartalado bus intermunicipal. Eran las tres de la tarde de un febrero hirviente. La carretera era entonces una línea de piedra por donde pasaban los carros dejando parte de sus tornillos. A las cinco de la tarde de ese mismo día, frente a la única droguería del caserío, en una casa de paredes altas y agrietadas, apareció un aviso de lata con unas letras góticas de color rojo: "Foto Imperio", se leía. Y más abajo, unas letras más pequeñas, de color negro, decían: "Propietario: Mauro Díaz". Diez años después, Mauro Díaz moriría exactamente en el mismo sitio donde se bajó del bus.

4 ago 2011

La entrevista, paso a paso

Atención estudiantes de sexto semestre de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Autónoma del Caribe: pueden hacer sus aportes aquí sobre el documento basado en el libro La entrevista periodística. Intimidades de la conversación pública de la autoría de Jorge Halperín, Editorial Aguilar.

Esta no es vida

A
la abuela,
mi vieja del alma.


"A mí no me tomen foto, carajo. Que yo no soy burla
 de nadie, les he dicho"
Ustedes creen que esto pueda ser vida: una mujer que ha criado doce hijos, treinta y dos nietos y seis biznietos, y que tenga que pasar la vejez en medio de esta soledad, desamparada, y sin nadie en el mundo a quien quejarse, a quien decirle "Ve, dame tal remedio para tales males" o, simplemente, "Carajo, hijos de mierda, denme para comprar el arroz, que el único granito que había se me acabó la semana pasada".

Nada. Jesús, María y José, no, esta no es vida. Nada más fíjense en el vestidito que llevo puesto: ya no le cabe ni un remiendo más. Claro, es que las cosas tienen que acabarse de tanto darles uso. Antes ha durado mucho: todos los días del mundo me lo quito, lo lavo, lo pongo a secar al sol, y me lo vuelvo a poner. Pero, bueno, y entonces qué hago. Yo no me puedo quedar desnuda, y no tengo más.

Eso es lo que más me mortifica: que esos hijos no se acuerden que existe este pobre ser. A veces me pongo a pensar en eso y no lo creo. No me puede caber en la cabeza la idea de que puedan ser tan ingratos, sin espíritu, ni iniciativa. No son capaces siquiera de decir voy a hacer este mercadito, y se lo llevo a mamá o a esa porquería o a ese pobre animal, en fin, como quieran llamarme, que debe de estar con el ojo blanco, muriéndose del hambre. Y de dónde: si ellos quieren, precisamente, es verme muerta para salir de este estorbo. Y cuál estorbo: fuera que yo les importara en algo o los molestara en cualquier cosa. Es que yo para ellos soy nada, nada en el mundo.

2 ago 2011

El Placer de una maestra de vereda

Por John Acosta

Desde el primer día en que llegó a su propio pueblo a oficiar como maestra, Mábel Esther Vega Montano recibió el azote de la discriminación. «Qué puede saber la negrita de María», supo que dijo una señora del caserío. Y ella, la hija de la señora María, se propuso trabajar duro y parejo para demostrarle a la incredulidad de sus paisanos que sí se podía ser profesor, aunque se naciera en una vereda tan apartada del mundo como El Placer.

Había hecho hasta tercero de primaria entre el enjambre de muchachos asustados que se aglutinaban en un solo salón para recibir las clases de una maestra que debía repartir el día entre los oficios de su casa y enseñar un ratico a los niños de primero, otro a los de segundo y otro a los de tercero, en una maratón admirable para una profesora que ni siquiera había iniciado el bachillerato. El Placer era una vereda de ocho casas de barro y techo de paja, regadas entre las lomas que están en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.

La crónica y el Nuevo País

(Fragmentos de la conferencia sobre Nuevo Periodismo para un Nuevo País, dictada por Juan Gossaín en Riohacha, el 3 de agosto de 1991, durante el seminario Actualización en Radio, Prensa y Televisión)

Esta mañana se dijo aquí, anticipándose a lo que yo iba a decir, que dentro de este panorama del Nuevo País y del nuevo periodismo y del nuevo periodista colombiano, se ha ido perdiendo la crónica en los periódicos. Esa crónica sabrosa, de ambiente, en la que se mezclan rasgos literarios con hechos periodísticos. Yo debo decir que lo que ha desaparecido es la crónica, pero no los cronistas. Me aterra pensar que los periódicos están eliminando al cronista. La respuesta que le dan a uno siempre es "se acabaron los cronistas".

1 ago 2011

No tengo lápiz

Por John Acosta

Son las seis y media de la mañana. El sol fonsequero se ha levantado a cubrir el municipio con su brillo intenso. Ni una sola nube en el cielo: otro día más de calor. Ada Luz espera un carro parada ahí, en la avenida principal del municipio de Fonseca, en el departamento de La Guajira. Viene un taxi de los que viajan a San Juan del Cesar. Le extiende la mano. Nada. No se detuvo: iba con el cupo lleno. Cinco minutos más. Y pasa un bus. El ayudante se para en la puerta. «¿Para dónde va?», le pregunta. Ella teme que no la recojan. «Para adelante», responde. Y se sube.

Fútbol al calor

Por John Acosta

La calle estaba recién pavimentada. Los muchachos recogieron con pala la arena que los contratistas del municipio habían echado para fraguar el concreto. Eran las 2:00 de la tarde de un día caluroso. A esa hora, el sol había aparecido con toda la intensidad después de una mañana nublada que mantuvo amenazado a todo el mundo con la inminencia de un aguacero que nunca llegó.

Los muchachos habían estado planeando el partido desde muy temprano, pero el amago constante de la lluvia hizo posponer el juego a cada rato. El sol salió en el momento que empezaron a hacer toques de calentamiento con el balón en la calle de siempre. Las interrupciones por el tráfico de vehículos obligaron a buscar una alternativa diferente a la de aquel sitio. Fue entonces cuando surgió la idea salvadora.

28 jul 2011

El mundo, después del incendio

Por John Acosta

El crepitar incesante de las llamas se entrelazaba en el ambiente con los gritos desesperados de las niñas que estaban dentro del rancho encendido. El fuego devoraba sin compasión los leños resecos que componían las paredes de la casa. Una pequeña de tres años corría casi muerta del pavor alrededor de la vivienda que ardía, buscando algún resquicio por donde entrar y ayudar a sus dos hermanitas. No encontró cómo porque la candela estaba regada por todas partes. La rapidez mental de su inocencia permitió que la iluminara la idea de salir a buscar ayuda en la soledad del desierto de la Alta Guajira. Después de dar vueltas en medio de su angustia, se encontró con un indígena que pasaba lejos de allí. El hombre se compadeció del llanto de la pequeña Einma Newball y corrió con ella hasta la ranchería. Era demasiado tarde: ya no quedaba nada. La niña, asfixiada por su propia impotencia, se desmayó.

26 jul 2011

Punta Gallina, un esplendor natural en La Guajira

Por John Acosta

Un hombre desenreda su red, sentado sobre una roca a la orilla del mar. Está concentrado en su oración mitológica de pescador creyente. Unos doscientos metros más allá, una cabra busca refugio bajo la sombra protectora de una lancha que se encuentra fuera del agua. Al fondo, la proyección del sol de las 10:00 de la mañana da un color plateado, al mar quieto.

Una pequeña, agradecida con el mundo por haberle regalado la libertad de vivir feliz en la soledad del desierto, que le permite andar por esas tierras con su cuerpecito frágil de niña dichosa, cubierto apenas por una pantaletica, mira al viejo que desenreda la red: dos generaciones diferentes, dos géneros opuestos y una sola raza: la altiva wayúu, capaz de enfrentar la crudeza de aquella tierra árida y sin más fortuna que la poesía derramada en su paisaje.

Cerro Pintao sí tiene doliente

Por John Acosta

No está pintado: es real. Su nombre obedece a la coloración especial que toman las rocas sedimentarias que lo conforman. Quien tiene el privilegio de sentarse, extasiado por la extraña felicidad que irradia el espíritu, al ser testigo de un nuevo amanecer, tomándose una humeante totuma de café desde el patio de su casa en San Juan del Cesar, en Villanueva, en El Molino o en Urumita, sin camisa y calzado con guaireñas, puede ser testigo de lo que sucede allá, a 3.450 metros de altura: el amarillo intenso se cierne sobre el último páramo de la cordillera Oriental, a medida que los rayos solares van apareciendo.

Al medio día, cuando el sol está colgado en la mitad del cielo, las personas, bañadas en sudor y desesperadas por un calor agravado con el plato de sopa hirviente que acabaron de tomar, tienen que salir al patio en busca de auxilio bajo la sombra de los palos porque dentro de sus casas el ventilador de techo sopla un aire caliente, ven allá arriba, en la Serranía del Perijá, un azul grisáceo que resplandece en el páramo más septentrional de Suramérica.

La Junta, un querido rincón en La Guajira

Por John Acosta
Fotografías: Fabián Acosta

Balneario El Salto, en La Junta
El esclavo de Mamá Niña volvió a nacer ese día. A pesar del odio reprimido, alimentado por su condición ancestral de ser inferior, el negro le agradeció en silencio a su ama el que le hubiere perdonado la vida. La Junta estaba formada, entonces, por dos o tres hatos tan inmensos, que el ganado debía clasificarse según el color de las reses. Los dueños eran españoles aventureros que se arriesgaron por esos parajes en busca de sabanas para el pastoreo y se establecieron allí a mediados del siglo XVIII.

9 may 2011

Un corazón dentro del fusil

Obra Love and Peace, de Vasiliy Myazin
Por John Acosta

A
Yonaides,
claro.

"Aquel que camina una
sola legua sin amor,
camina amortajado hacia
su propio funeral",
Walt Whitman.

1
Era un hombre. Hecho y derecho: un hombre de verdad. Iba a ser grande. Sería el apoyo y el sostén de su vida cuando ya estuviera marchita. Lo vio con los ojos inundados de lágrimas, no por el dolor del parto, sino por la felicidad de quien ha cumplido con el sagrado deber de entregar al mundo un nuevo ser. Le vio su cuerpecito frágil y ensangrentado, sus piernecitas encogidas, su cabecita larga. Sintió el eco fino de su llanto tierno retumbar en todos los rincones del cuarto. Le pareció una melodía celestial. La más hermosa canción de amor. Miró cuando abrió sus ojitos. Entonces, recibió su mensaje de gratitud.

12 abr 2011

Riña estéril de un macho invertido

Por John Acosta


Poco después de cumplir su primer cuarto de siglo de existencia, Antonio María decidió ser marica. Su lucha por tratar de convertirse en el macho que debería comenzó con su adolescencia, cuando las necesidades fisiológicas propias de ese período lo obligaron a esconderse detrás del escaparate de su madre o a encerrarse en el baño de su casa para hacer que su parte varonil expulsara toda esa fuerza vital que se acumulaba en sus testículos.

12 mar 2011

Lengua y estilo del editorial

Atención estudiantes de sexto semestre de Comunicación Social-Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda, sede de Santa Marta, consignen aquí sus comentarios sobre el artículo Lengua y estilo del editorial, del doctor Luis Alberto Hernando Cuadrado, Profesor Titular de Lengua Española
Facultad de Filología de la UCM. Deben ceñirse a los parámetros socializados en clases.

3 mar 2011

La noticia. Factores que la constituyen

Atención estudiantes de quinto semestre de Comunicación Social de la Universidad Autónoma del Caribe, aquí deben consignar sus comentarios sobre el capítulo 3 del libro Manual de estilo, de la autoría de la comunicadora Nubia Camacho ( por favor, haga click aquí para ir hasta el pdf del libro) . El mencionado capítulo se titula La noticia. factores que la constituyen. Deben ceñirse a los parámetros socializados en el correo electrónico que recibieron. Gracias por su atención

17 feb 2011

Características del lenguaje periodístico

Atención, estudiantes de quinto semestre de Comunicación Social-Periodismo de la Universidad Autónoma del Caribe: Después de leer el capítulo 2 del libro Manual de Estilo, de la autoría de Nubia Camacho Bustos, ( Haga click aquí para ir al pdf del libro) deben consignar sus comentarios aquí. El mencionado capítulo se titula Características del lenguaje periodístico. Los comentarios deben ceñirse a los parámetros socializados en clase.


16 feb 2011

Medios de comunicación en las organizaciones

Atención, estudiantes de noveno semestre de Comunicación Social-Periodismo, de la Universidad Autónoma del Caribe: aquí deben consignar sus comentarios sobre el capítulo 11 del libro La Comunicación en las organizaciones, de la autoría de Carlos Fernández Collado, publicado por Editorial Trillas, S. A. de C.V., México, D. F., en abril de 1995. El mencionado capítulo, titulado Medios de comunicación en las organizaciones, fue escrito por Roberto Hernández Sampieri. Los comentarios de los estudiantes deben ceñirse a los parámetros socializados en clase.

3 feb 2011

El Niño Dios, desde la hamaca

Por John Acosta

Esa noche, Aura Elisa Mendoza de Acosta (la vieja Aba) no pudo dormir. Desde que despidió la última visita rutinaria que le hacían sus vecinos, todos los días después de la cena, para reírse con anotaciones chistosas, ella empezó a preguntarse qué iba a ser si su hijo Alcides de Jesús no aparecía con los juguetes. Después de ponerle la tranca a la puerta de la calle, se paró frente al viejo cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en una de las paredes de barro de la sala, se llevó las manos a la cabeza en señal de súplica, miró fijamente a la imagen religiosa y desahogó con una sola frase el tormento espiritual que sentía en ese momento.

- Pobres mis muchachitos - dijo -. Dios mío, ayúdame.

Así fueron los inicios del M-19 en la democracia

Por John Acosta


La tarima estaba montada. La gente llegaba en grupos y solos. Una pareja de novios bajó de una buseta, se coló entre las personas y se ubicó en las barandas metálicas que habían puesto alrededor del escenario. Algunos prevenidos llevaron sus paraguas: el tiempo amenazaba con unos nubarrones negros que se la habían pasado todo el día dando vueltas en el cielo de Barranquilla. Nadie repartía banderas: cada uno llevaba la suya. Ni camisetas. Y, sin embargo, la gente llegaba.

Los tradicionales buses repletos de personas de todos los barrios de la ciudad, contratados siempre para transportar a los animadores fugaces de las manifestaciones políticas, no aparecieron por ningún lado. Un vendedor de «raspao» adornó las botellas que contenían las esencias de su producto con los tres colores del movimiento que esa noche proclamaba la candidatura de Gustavo Bell Lemus a la Gobernación del Atlántico: azul, blanco y rojo. Y en el centro, con letras negras, el nombre: “AD M-19".

Alicia Barros: cómo se forja una líder wayuu

Por John Acosta


Alicia Barros Velásquez, líder wayuu

La pequeña Alicia Barros Velásquez aprendió a tejer para hacerle honor a su carácter indomable: porque le dio la gana. Había quedado huérfana a los cinco años de edad y su hermana mayor se hizo cargo de ella para criarla con el rigor de las leyes indígenas. Desde que nació, Alicia vivió en la ranchería ware-waraw y muchas veces dejó de ir a jugar con las demás niñas para quedarse viendo, con un interés inusual para su corta edad, la maestría con que las mujeres del lugar tejían sus corotos de uso. Su imaginación infantil no le permitió percatarse, entonces, de lo mucho que le costaría a ella aprender a realizar esos trabajos artesanales.

La Luna dio a luz en La Guajira

Por John Acosta



Tenía razón el Jefe de Alberto Girado Caballero: si no se ponía las pilas, su trabajador recién llegado no le duraría mucho. No soportaría la soledad de un campamento tan distante del bullicio citadino a que el nuevo empleado estaba acostumbrado y se iría en poco tiempo. El «patrón» debía de hacer algo urgente para poder retenerlo. Se empeñó, entonces, en buscarle novia a Alberto Girado para que se amañara en aquel lugar solitario. Esa determinación le causaría el dolor de cabeza más largo de su vida porque no contó con que su trabajador de estreno tenía un corazón sediento de amor, capaz de sucumbir enseguida ante los remezones que le propinara la actitud hogareña de una dama bonita.

Bell cerró campaña a bordo de un helicóptero

Por John Acosta


Gustavo Bell Lemus
El campero llegó al edificio de la calle 80 a las nueve de la mañana. Carlos Escobar, el coordinador de la campaña, fue hasta la portería para timbrar en uno de los apartamen¬tos. «Ya baja», dijo después de volver al carro. Hacía sol. El día empezaba a calentar. EL ruido de una aeronave invadió de pronto el sector. Era un helicóptero que repartía unos volantes desde el aire.

En la calle, la gente salía corriendo para coger su mensaje. Carlos Escobar sonreía satisfe¬cho: eran hojas que contenían un llamado de Gustavo Bell Lemus, candidato a la Gober¬nación del Atlántico. La figura del primer aspirante al cargo público del departamento apareció sonriente detrás de los cristales de la puerta del edificio. Saludó a sus compañeros de viaje y subió al carro.

1 feb 2011

La gota fría en Navidad

Por John Acosta

El Niño Dios se tardó 16 años para cumplirle los deseos al pequeño Emiliano Antonio Zuleta Baquero. El muchacho había nacido el 11 de enero de 1911 en la entonces remota y desconocida aldea de La Jagua del Pilar, una población perdida entre la exótica vegetación de las estribaciones de la Serranía del Perijá, en una época en donde no existían las tiendas y los cerdos valían por su contenido de manteca, mas no por la carne que tenían. El pequeño tuvo que esperar más de década y media para obtener lo que sería el encanto su vida: un acordeón.

Recuerdos navideños de una infancia feliz

Por John Acosta


La noche se anunciaba con el sonido de los animales montunos. La mancha negra se desprendía de las ventanas, de las puertas y de cualquier hendija para esparcirse por la inmensidad del campo.
En la casa, los niños esperaban impacientes el paso de los minutos. Todos rodeaban el arbolito de Navidad con su base llena de regalos. Así, juntos y en compañía de los grandes no se asustaban con sus propias sombras.

Además, esa noche los cuentos del abuelo no fueron sobre brujos o aparecidos. Sino sobre el Ni¬ño Dios. Eran las 11:45 de la noche del 24 de diciembre.

El niño Juan Guillermo Ángel Mejía era el más impaciente para que llegaran las 12:00. Un diminuto paquete, envuelto en papel de regalo, tenía una tarjeta con su nombre. ¿Qué podría ser aquello tan pequeño? ¿Por qué los paquetes de sus primos eran más grandes? ¿Qué había hecho él para que lo castigaran con un regalo tan pequeño como ese? ¿Acaso ese año no se había portado bien, precisamente para merecer un gran regalo? Miró el enorne reloj de cuerda que estaba en la pared. Nada: todavía no eran las 12:00.

En Colombia, sería mejor nacer adultos

(Tomada de El Mundo.com)
Por John Acosta


Jaime Orlando Popayán salió a comprar carne. La brisa helada que bajaba de vez en cuando de lo alto del cerro donde está incrustado el barrio, mermaba el encanto de aquella tarde soleada. No era la primera vez que hacía un mandado.

Las circunstancias trágicas de la vida se encargarían de que fuera la última.

Elizabeth de Popayán, su madre, lo vio salir con la alegría de costumbre. Le acababan de entregar el billete con el que debía comprar la carne. "Cuidado con los carros", le dijo. Se lo decía siempre. "Bueno", era lo único que podía responderle un niño de nueve años a su mamá protectora. Eran las dos de la tarde.

En Pereira, detrás del brillo de un par de zapatos

Por John Acosta


El cepillo pasaba una y otra vez. En cada ir y venir dejaba el brillo de los 54 años de experiencia. El resplandor aparecía poco a poco, como un milagro de orfebrería en medio de la rapidez del tiempo. Hasta que parecía un espejo de cuero, por más increíble que sonara.

Venía entonces el golpecito en la suela: lánguido, casi imperceptible. No por falta de ánimo, sino por prudencia. Aparecía enseguida el billete de quinientos pesos. Podría ser de mil. Pero ese era de quinientos.