Por John Acosta
Eran las tres de la tarde. Los junter0s no se reponían aún del sopor de esa hora del día. Había caído en aguacero a las once de la mañana. Pero el calor era superior a cualquier artificio de la naturaleza. Algunos burros trataban de pastar en las sabanas del pueblo. Las jovencitas, recién levantadas de la siesta obligatoria, se asomaban por las ventanas de sus casas. Miraban la soledad de la calle de arriba a abajo. Y se volvían a acostar esperando un rato más propicio para sentarse, arregladas, en el sardinel de sus viviendas. La última camioneta que llevaba pasajeros a San Juan del Cesar empezó a pitar por las calles. Tres visitantes casuales se subieron. La gente salía a las puertas a ver quién iba a viajar. Al pasar frente a su casa, José Jaime Daza Hinojosa chifló al chofer. La camioneta se detuvo. "¿Ya vas saliendo?", preguntó José Jaime. "Claro. Súbete", respondió el conductor. José Jaime vio a los tres pasajeros. Sabía que el carro no salía hasta que no estuviera con el cupo completo. "No, yo no me voy a emborrachar dando vueltas contigo. Cuando vuelvas a pasar me subo", dijo. "Entonces te vas a quedar", sentenció el chofer. José Jaime Daza Hinojosa se subió. La camioneta siguió levantando polvo por las calles. Recogió dos pasajeros más. Cruzó el río que divide al pueblo. Llegó a la casa de Chave Torres, la curandera que hace volver maridos escapados. Había una mujer de aspecto sombrío. Una de las hijas de Chave Torres salió a la puerta. "Todavía no han terminado de hacerle el trabajo a la señora. Date otra vueltica", dijo. La camioneta arrancó.
Eran las tres de la tarde. Los junter0s no se reponían aún del sopor de esa hora del día. Había caído en aguacero a las once de la mañana. Pero el calor era superior a cualquier artificio de la naturaleza. Algunos burros trataban de pastar en las sabanas del pueblo. Las jovencitas, recién levantadas de la siesta obligatoria, se asomaban por las ventanas de sus casas. Miraban la soledad de la calle de arriba a abajo. Y se volvían a acostar esperando un rato más propicio para sentarse, arregladas, en el sardinel de sus viviendas. La última camioneta que llevaba pasajeros a San Juan del Cesar empezó a pitar por las calles. Tres visitantes casuales se subieron. La gente salía a las puertas a ver quién iba a viajar. Al pasar frente a su casa, José Jaime Daza Hinojosa chifló al chofer. La camioneta se detuvo. "¿Ya vas saliendo?", preguntó José Jaime. "Claro. Súbete", respondió el conductor. José Jaime vio a los tres pasajeros. Sabía que el carro no salía hasta que no estuviera con el cupo completo. "No, yo no me voy a emborrachar dando vueltas contigo. Cuando vuelvas a pasar me subo", dijo. "Entonces te vas a quedar", sentenció el chofer. José Jaime Daza Hinojosa se subió. La camioneta siguió levantando polvo por las calles. Recogió dos pasajeros más. Cruzó el río que divide al pueblo. Llegó a la casa de Chave Torres, la curandera que hace volver maridos escapados. Había una mujer de aspecto sombrío. Una de las hijas de Chave Torres salió a la puerta. "Todavía no han terminado de hacerle el trabajo a la señora. Date otra vueltica", dijo. La camioneta arrancó.