Por John Acosta
Desde el primer día en que llegó a su propio pueblo a oficiar como maestra, Mábel Esther Vega Montano recibió el azote de la discriminación. «Qué puede saber la negrita de María», supo que dijo una señora del caserío. Y ella, la hija de la señora María, se propuso trabajar duro y parejo para demostrarle a la incredulidad de sus paisanos que sí se podía ser profesor, aunque se naciera en una vereda tan apartada del mundo como El Placer.
Había hecho hasta tercero de primaria entre el enjambre de muchachos asustados que se aglutinaban en un solo salón para recibir las clases de una maestra que debía repartir el día entre los oficios de su casa y enseñar un ratico a los niños de primero, otro a los de segundo y otro a los de tercero, en una maratón admirable para una profesora que ni siquiera había iniciado el bachillerato. El Placer era una vereda de ocho casas de barro y techo de paja, regadas entre las lomas que están en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Desde el primer día en que llegó a su propio pueblo a oficiar como maestra, Mábel Esther Vega Montano recibió el azote de la discriminación. «Qué puede saber la negrita de María», supo que dijo una señora del caserío. Y ella, la hija de la señora María, se propuso trabajar duro y parejo para demostrarle a la incredulidad de sus paisanos que sí se podía ser profesor, aunque se naciera en una vereda tan apartada del mundo como El Placer.
Había hecho hasta tercero de primaria entre el enjambre de muchachos asustados que se aglutinaban en un solo salón para recibir las clases de una maestra que debía repartir el día entre los oficios de su casa y enseñar un ratico a los niños de primero, otro a los de segundo y otro a los de tercero, en una maratón admirable para una profesora que ni siquiera había iniciado el bachillerato. El Placer era una vereda de ocho casas de barro y techo de paja, regadas entre las lomas que están en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.