11 ago 2011

Dora, la que echa la suerte

Por John Acosta

Aún recuerdo cuando esta casa era de barro. En la misma época en que mi madre bajaba al río con la ponchera de ropa sucia en la cabeza. Los niños correteábamos divertidos en las playas del riachuelo, mientras las viejas se comentaban los últimos chismes del pueblo, sentadas cada una en su piedra de lavar.

Era la casa sola, íntima. Con las puertas abiertas, como todas las del caserío, pero con el misterio familiar resguardado en sus cuatro paredes. No había baños, y teníamos que ir a defecar a la orilla del río, amparados por el abrigo clandestino de las gigantescas piedras. Armados, eso sí, de garrotes para espantar a los puercos callejeros y hambrientos que insistían en devorar nuestros desperdicios sin haber terminado todavía de expulsarlos.