12 ago 2011

Algo hay que hacer

Por John Acosta



Enrique Zuleta se despertó con el calor del techo de cinc, recalentado por el sol de las once. Se estiró hasta hacer traquear los huesos. Le dolía la cabeza. Bajó las piernas de su hamaca descolorida. Sintió el ardor de la botella vacía bajo los callos de sus pies. "Claro, volví a emborracharme con ron de caña", se dijo.


Se puso de pie. Los calzoncillos sin elástico se le cayeron enseguida. Los recuperó a la altura de los tobillos. Se los subió de nuevo, y les hizo un nudo para ajustarlos a su cintura. "Qué desgracia, ya ni eso tengo". Se puso el pantalón de poliéster desgastado que había dejado anoche sobre el único mueble que poseía: un asiento de cuero sin curtir. En medio de la penumbra del cuarto encerrado, llegó hasta el rincón donde tenía la tinaja. Sacó un pote de agua. Y al llevárselo a la boca, sintió un arañazo en un labio. Era un sapo.