A tío Néstor,
con la vergüenza de haberle
robado su propia historia,
aunque mal contada.
con la vergüenza de haberle
robado su propia historia,
aunque mal contada.
Emilio Mendoza seguía sin entender: aquel hombre, de modales finos y uñas pintadas, había llegado de pronto a su casa para exigirle que dejara de hacer lo que todo el mundo en el pueblo, no sólo le pedía a gritos que hiciera, sino que, además, se lo agradecía infinitamente: recetar fórmulas.
Hasta ese día, Emilio no lo conocía personalmente. Sabía que hacía unos veinte días había llegado al pueblo. Se instaló en el puesto de salud. Y de inmediato, emprendió una tarea renovadora que le valió el reconocimiento de los moradores del caserío.