17 oct 2011

La vida, en un metro cuadrado

Por John Acosta
Los indígenas miraban los cuadros con incredulidad. No lo podían creer: era imposible que en esos pequeños espacios de un metro cuadrado, cupiese con tanta precisión y belleza su mundo de aridez y sol. Pero, era cierto. Ahí estaba plasmado sobre el papel: la ranchería, la arena, el sol, los chivos, el molino de viento y hasta podía sentirse sobre el rostro el azote constante de la brisa reseca.

Colgados sobre las paredes de la Casa de la Cultura Glicerio Pana, de Uribia, estaban expuestas las pinturas de David Hernández Martínez, un ingeniero químico que una vez salió de su Fonseca natal a estudiar Arquitectura en Barranquilla.

Corría el año 1979 y David estaba cansado de renovar a su grupo de amigos cada seis meses porque siempre ellos salían del pueblo a buscar un mejor futuro en las aulas de una universidad. En Barranquilla vivió en la casa de Mirna Barros, una prima que llevaba mercancía de Maicao. Mientras ella viajaba, David Hernández le cuidaba los hijos. Por esa misma época, un hermano del futuro pintor también estudiaba Arquitectura.

La obsesión de un escultor

Por John Acosta

Desde que empezó su labor gratificante de creador solitario en La Guajira, a Manuel José Rincón Pico lo ha perseguido siempre un sueño: hacer una escultura grande para regalársela a cualquier población de la península. Y no se ha quedado con los brazos cruzados en espera de que las condiciones se le den como por arte de magia. Lo que pasa es que su locura de genio no le ha alcanzado todavía para convencer a la dirigencia cultural sobre sus nobles propósitos.

"Yo no pido ninguna contraprestación económica. Sólo que se me suministre el apoyo logístico para poder hacer las cosas. La satisfacción más grande para mí sería que, una vez concluida mi gran obra, la gente se acercara a reconocerla", dice. Entonces, se acomoda en su silla, mira fijamente al periodista y lanza su dardo certero con una sinceridad que convence: "Sólo con eso, gano más que cualquier cantidad de plata".

Bajo el amparo de un nuevo hogar

Por John Acosta

La larga espera se evidencia de inmediato en su cabeza: tiene el cabello recogido en varias vueltas, sostenidas con ganchos. No obstante, ella lo reafirma con sus propias palabras. "Yo pensé que ya no iba a venir", dice. Lleva puestos unos shorts y una blusa roja. Sus dos hijos varones, cambiados ya para la ocasión, se asoman por la puerta de uno de los tres cuartos de la casa. "Acabo de venir de la esquina a donde fui a esperarlo para que no se perdiera", agrega con su sonrisa tímida de ama de casa feliz. Su hija menor entra a la sala por la puerta del patio. La señora Georgina García los presenta a todos. "Falta la mayor, que debe estar por ahí, en la casa de una amiga".

La luna engendró a su hijo entre los wayuu

Por John Acosta



Apenas lo vi bajar por primera vez del carro, descubrí que era un hombre alegre. Su sonrisa no reflejaba la timidez del novato que llega a enfrentar un mundo desconocido, sino la seguridad de quien desea ser amigo. Por esa época, ya me acercaba a los 75 años de estar lidiando con una vida difícil por estos parajes áridos de mi Guajira legendaria. En ese entonces, no me pasó por la cabeza que catorce años más tarde yo sería el gestor de una ceremonia que enmarcaría el sentir sincero de mis hermanos indígenas hacia ese señor que acababa de descender de su vehículo mostrando su dentadura brillante de hombre pacífico y a quien Raquel, mi sobrina, bautizó enseguida. "Kasukish", dijo ella. Y con ese nombre, que significa Cabeza Blanca, se quedó entre nosotros.