31 ene 2012

Un domingo feliz, todos los días de la semana


Por John Acosta


Domingo Pino, en compañía de su esposa Beatriz y de sus hijos
Mariana Milena y el gran David  Hernando
EI profesor Pablo Antonio Pino Gómez leyó sin sorpresa el papel en manuscrito en el que el rector del colegio oficial Francisco José de Caldas le solicitaba el favor de que le informara al joven David Hernando Pino que fuera al colegio en una fecha establecida a recibir la distinción Andrés Bello, con la que el Ministerio de Educación Nacional premia a los estudiantes de cada departamento del país que obtengan el máximo puntaje en las pruebas del ICFES.

Otro tío hubiera saltado de la alegría al leer semejante noticia sobre su sobrino. Pero Pablo Antonio estaba acostumbrado a las felicitaciones de sus colegas profesores por la inteligencia de David Hernando. El muchacho le había entregado a su familia la satisfacción anual de ocupar siempre el primer puesto en su curso, desde que hizo su primer año en la Escuela 27 para Varones, en el barrio Rebolo. El mismo tío había sido profesor suyo de física y cálculo y no dejó de sorprenderse nunca con el rendimiento académico de David. El único sentimiento que experimentó, entonces, mientras se guardaba el papel doblado en el bolsillo de su camisa, fue el de tener la enorme felicidad de llevarle personalmente la gran noticia al sobrino de su orgullo.

30 ene 2012

Le robé al Divino Niño la plata para mi vicio


Por John Acosta



Infinidades de veces me vi llorando frente a la imagen del Divino Niño que tengo en mi casa. Le encendía la vela que permanecía al frente, echaba una o dos monedas en la alcancía de vidrio que mi mujer había colocado allí con el fin de recoger para el pago de las misas al Hijo de Dios, me santiguaba más esperanzado que nunca y le soltaba a Él, con todo el resto de fuerza que aún tenía mi alma enferma, la petición de siempre: 'Ayúdame a salir de esto, Señor", decía con los ojos inundados en lágrimas.

Vivo con la procesión de San Rafael en mis recuerdos


Por John Acosta

Para ella, las fiestas de San Rafael ya no son las mismas. "Antes venían los mejores acordeoneros", dice, con ese dejo nostálgico característico de los ancianos. Este año, la altura del nuevo parque no le permitía ver lo que pasaba al otro lado de la calle. Aunque, de todas maneras, no le Importaba mucho: sus pupilas habían sido cubiertas poco a poco por una mancha negra que le impedía mirar más allá de sus propios pesares. Imágenes borrosas, difusas, sombras que se movían, conocidas ya, más por su olor característico, que por su nitidez. Además, ese día tampoco le favorecía mucho el estado del tiempo: una tarde nublada, semioscura, con serias amenazas de caer un fuerte aguacero. Con el sol en pleno esplendor, se le facilitaba distinguir mejor las masas deformes que pasaban por su alrededor.

Ahí estaba ella, sin embargo, sentada en su mecedora de siempre, a un lado de la sala, frente a la puerta que da a la calle, con el trapo blanco amarrado en la tira de su refajo y que empezó a usar cuando sintió que sus ojos le lagrimeaban mucho. Sola en la casa, en medio del bullicio de la gente, que esperaba afuera de la iglesia a que sacaran el santo para la procesión.

Ya no somos alcohólicos



Por John Acosta

La avenida iniciaba su día con la misma rutina de siempre. Trabajadores apresurados que se amotinaban en la acera, con el cabello mojado por el baño reciente, a tratar de subirse en el primer bus urbano que les hiciera la caridad de detenerse para guindarse como pudieran en la puerta repleta de pasajeros. Voceadores de periódicos anunciando a gritos en los semáforos la noticia con que abrió la primera página el periódico local. Automóviles y camperos conducidos por empleados atrasados que buscaban la oportunidad de robarle el carril al auto del lado y la mezcla fascinante de olores de pefumes y colonias de todas las marcas, echada a las carreras en la alcoba, tres minutos antes de sentarse a desayunar a toda prisa. Era un lunes normal de trabajo.

Y, precisamente, en la acera estaba un hombre que trataba de disimular su borrachera de tres días (o de un mes, quizás de cuatro años) recostado al poste de concreto del alumbrado eléctrico. Con su barba de una semana y su camisa por fuera del pantalón sucio, se creía el dueño del mundo. El cigarrillo encendido estaba a punto de caérsele de los labios resecos por la intemperie de varias amanecidas. Desde ahí, sosteniéndose como podía sobre sus piernas temblorosas, descubrió en la acera del frente a dos hermosas mujeres que esperan con impaciencia el colectivo que las llevara al trabajo.

29 ene 2012

El aguinaldo llegó en verano


Por John Acosta

Ya el pequeño Lisandro Aplaya estaba acostumbrado a la misma cantaleta decembrina con que su padre lo mortificaba todos los años: "En esta navidad sí es cierto que el Niño Dios no se va a aparecer por aquí porque no tiene maneras". Y, sin embargo, en la mañana de todos los 25 de diciembre, Lisandro encontraba su aguinaldo debajo de la hamaca y sobre el piso sin cemento. Entonces lo cogía sobresaltado, aturdido todavía por el despertar reciente, buscaba afanosamente a Jesucristo bebé entre la claridad que se colaba por la solera del rancho con la esperanza de que el personaje divino se encontrara todavía por ahí, abría la puerta del patio y le entregaba a la inmensidad del monte humedecido todavía por el rocío mañanero, su felicidad sin límites.

Pero ese año, por primera vez, su padre no lo había mantenido en vilo con su acostumbrada frase de desaliento. Fue peor: el pequeño Lisandro Aplaya tuvo que deshacerse a la fuerza del candor y la inocencia de sus ocho años para poder entender la gravedad del asunto en el desencajado rostro de su progenitor.

Le torcí el pescuezo al destino


Por John Acosta


Aunque a cada rato el destino le demostraba lo contrario, Guillermo Enrique Zabaleta Cabarcas sabía de sobra que él no había nacido para quebrarse el espinazo en los duros jornales de las fincas ajenas. Desde que quedó huérfano de padre, a los 13 años de edad, se dedicó a trabajar en una parcela que su abuelo materno tenía en Turbaco, allá en el departamento de Bolívar. No le quedaba otro remedio: a duras penas había aprendido a medio leer y a medio escribir en los dos años de primaria que alcanzó a cursar. Desde muy temprano, supo que para poder subsistir había que arañar duro sobre la tierra. Y ahí, mientras tiraba machete abrazado al sol tropical, se dio cuenta de que no iba a pasar el resto de su vida metido en el monte.

Por esa época, a los pueblos de Bolívar llegaban agricultores de los departamentos del Cesar y sur de La Guajira para buscar cogedores de algodón. Guillermo Enrique se embarcó en una de esas expediciones de muchachos varados y vino a parar a Fonseca, en La Guajira. Después de esa cosecha, regresó a su tierra. Pero ya la magia de la provincia de los acordeones había penetrado en su espíritu. Y cada vez que volvía para enfrentar de nuevo el bochorno de los campos sembrados, algo nuevo le revelaba que su futuro estaba en La Guajira.

El carbón tiene su fiesta en Barrancas, La Guajira


Por John Acosta

Ese lunes presagiaba ser un día más de trabajo. El capataz José Nicolás Estrada llegó a los socavones con sus 19 trabajadores, dispuesto a seguir escarbando la tierra para extraer el carbón. Pero desde lejos divisaron el humo negro que provenía de la mina incipiente. Era el socavón número 4 que había ardido todo el fin de semana, desde que el viernes dejaron por descuido una vela encendida, antes de bajar hasta la natal Barrancas a gozar de las delicias del descanso merecido. Ese día, taparon la entrada con una carpa para que la falta de oxígeno ahogara el fuego y regresaron al día siguiente: un humo débil salía por la parte de arriba del túnel y José Nicolás se metió gateando para apagar en el fondo los últimos vestigios del incendio.