26 feb 2012

Dios quiera que llueva en la ranchería


Por John Acosta

El sol parecía un gran bombillo intermitente que pendía de la mitad del cielo. Una nube gigante y oscura surcó el espacio aéreo, tapó de nuevo, por unos cuantos segundos, los rayos solares y desapareció después en el horizonte lejano. Luego, pasó otra y otra: ninguna se detenía. Sin embargo, la amenaza de un aguacero permanecía latente. En el tercer hilo del alambre de púa que cercaba aquel pedazo de tierra desértico, un pajarito inquieto, llamado "Sangre e Toro" por su color rojo, cantaba con insistencia. Una lagartija se arrastró con soltura sobre la arena reseca. Hacía calor. En realidad, cada nubarrón que pasaba mitigaba un poco el bochorno de las dos de la tarde.

Más allá, debajo de la pequeña enramada del vivero, Francisco Ipuana inspeccionaba los alrededores de la granja con su mirada de preocupación. Hacía muchos días que no llovía y, aunque siempre regaban los sembrados, la tierra necesitaba con urgencia el agua de lluvia. Afuera, una anciana indígena lavaba unos trapitos al lado de la alberca que les construyó alguna fundación de beneficencia. Quizás eran sus nietos, pero niños en todo caso, los que disfrutaban con el baño. La inocencia de sus escasos cinco u ocho años no les permitía imaginarse siquiera lo valiosa que era para sus padres la escasa agua que lograba succionar el molino de viento en la aridez del suelo.

21 feb 2012

Maicao atrapó al tapicero aventurero

Por John Acosta

Fueron días terribles.  Llenos de soledad, de sol, de brisa, de polvo, de ansiedad. Lo peor de pasar por situaciones difíciles, es, precisamente, el momento en que se viven. Porque, después, queda el orgullo inmenso de haberlas superado a todas y la satisfacción de poder mostrarlas a los hijos como el más grande trofeo ganado en las duras batallas de la vida.

De aquel palo de trupío no queda nada. Sólo los recuerdos perversos se asoman a la mente, de vez en cuando, por la ventana siniestra de ese pasado cruel. Hernando Edgar Hernández Atehortúa lo sabe. Y, por qué no decirlo, siente nostalgia por el palo que le cobijó la vida durante los tiempos duros en que él tuvo la osadía de lanzarse a construir su propio sueño: trabajar para sí mismo.

Maicao ya era, entonces, la aldea persa que se cocinaba a fuego lento bajo el calor de negocios de toda índole, en el departamento de La Guajira. Hernando Hernández había llegado allí por la misma razón que los centenares de colombianos que arriman diariamente a ese municipio fronterizo: de compras. Su intención, como la de todos, era regresarse el mismo día. No se regresó nunca.

15 feb 2012

Un policía de profesión que tiene el oficio de hacer reír a los niños


Por John Acosta

Al contrario de la mayoría de los niños de su edad, William Murillo nunca soñó con ser policía. Ni siquiera le quedó tiempo para acariciar la posibilidad de un futuro esperanzador. Su infancia se le quedó a retazos por los vericuetos de la geografía colombiana, durante un recorrido interminable que inició en el instante mismo en que su madre se vio sola ante el mundo, sin un marido que le ayudara a sostener los siete hijos que le habían quedado después de su fracaso matrimonial.

William Murillo Zamora tenía apenas cinco años. Y le tocó, entonces, abandonar al Tuluá, municipio del departamento del Valle, ubicado en el suroriente de Colombia,  que lo vio nacer para acompañar a su vieja en ese viaje sin destino. La costa norte fue la región en donde perduraron más tiempo. Su madre había montado un restaurante en Becerril, un pueblo del departamento del Cesar, en donde empezaba a insinuarse la fiebre algodonera. Hasta el día en que ella descubrió que sus hijos se estaban quedando ignorantes. Entonces, la nostalgia la hizo regresar al Valle de sus entrañas para quedarse en Cartago.

Fabiola Remedios amasa la vida para que los demás coman el pan


Por John Acosta

Es una casa antigua. Está ubicada en la Riohacha vieja, de calles angostas. A través de la ventana grande que da al frente, se ve la vitrina con los panes exóticos. No es una panadería cualquiera. Tampoco lo es la dueña: Fabiola Remedios Weber manifiesta a los cuatro vientos que ella es naturista por excelencia. Es riohachera de pura cepa. Y si se metió al negocio de los panes integrales fue porque al llegar a su tierra, después de tres años de trabajar con la gente de un barrio de invasión en el lejano departamento del Caquetá, se encontró completamente desubicada. No encontró trabajo. Sus ahorros se fueron acabando poco a poco.

14 feb 2012

Isolina pudo comprar su máquina de coser nueva


Por John Acosta

Isolina Teresa López de Daza comenzó a vivir su destino desde muy temprano. Distracción era un pueblo de calles ardientes y sin pavimentar, por donde corrían felices los niños que jugaban el chusaleco, la lleva y el escondío. Isolina comenzó su primaria en la Escuela Oficial de Niñas, que en esa época era de doble jornada, hasta que un chofer de camión, hechizado por los encantos físicos de aquella adolescente recién entrada al exclusivo mundo de las mujeres hermosas, se dio a la tarea de rescatarla para siempre del universo infantil del juego de muñecas: no perdía ocasión para enamorarla.

12 feb 2012

El sastre inicia su imperio


Por John Acosta


El sastre no había advertido la presencia del joven. Estaba concentrado en el oficio de su vieja máquina de manigueta. Azotado por el calor que se le metía a raudales por la puerta que daba a la calle, el hombre le pegaba la cremallera al primer pantalón del día. Tenía el clásico metro de tela colgado en el cuello. Sobre El Copey, municipio del departamento del Cesar, no asomaba ninguna nube que apaciguara en algo la intensidad de los rayos solares.

El joven no sabía si carraspear para hacerse notar o saludar o decir de una buena vez a qué había ido. No esperó más. Su decisión inquebrantable de buscarle horizonte a su vida, le dio las fuerzas suficientes para enfrentar aquella realidad momentánea, aunque decisiva. "Buenas", dijo. El sastre levantó la vista sin interrumpir su labor. "Sí, ¿a la orden?", dijo. Armando Sierra Gutiérrez no supo qué responder en ese momento. Sintió el recorrido lento que hizo la fría gota de sudor desde su cuello hasta donde termina su espalda.

Soy profesora por devoción y negociante por oficio


Por John Acosta

Siempre era así. Su hermano venía ocasionalmente de Medellín con las últimas modas de la fábrica textil de la capital de Antioquia. Trabajaba en esa empresa antioqueña y, cada vez que tenía la oportunidad, le traía a Juana Isabel Brito Molina, la hermana consentida, mercancía para que ella pudiera complementar con esas ganancias su frágil sueldo de profesora.

Cuando lo veían bajar del taxi con las dos o tres cajas de ropa nueva, abrumado por el calor al que ya se había desacostumbrado, irrumpían en manada a la casa. Llenaban la sala, miraban con avidez las prendas olorosas a nuevo y se medían en los cuartos las que creían les quedaban más bonitas. Hasta que Juana Isabel Brito Molina tomaba de nuevo las riendas de su negocio fluctuante y ponía orden a la euforia de sus clientes. Agarraba su libreta de apuntes y anotaba los nombres de quienes fiaban la mercancía.

10 feb 2012

La conocida del estudiante sí fue la esposa del profesional


Por John Acosta


Se conocieron en la universidad. Entre el murmullo de estudiantes que deambulaban por los pasillos afanados por llegar a tiempo al inicio de la clase del día o, simplemente, comentando las últimas incidencias del curso, mientras llegaba la hora de asistir a la próxima lección. O entre la humarada de cigarrillos lanzada al mundo académico por los clientes eternos de la cafetería universitaria.

Siempre se vieron así: de lejos. Cada uno con las ansias propias de sus sueños de adolescentes, ocupados con el trajín de una carrera que exigía dedicación desde antes de ejercerla: la odontología.

7 feb 2012

Mientras los pescados esperan en el patio


Por John Acosta

La entrevista fue corta. Cuando llegamos a la tienda, Vicente Gutiérrez atendía con afán a uno de sus clientes. Tenía prisa: en el patio lo esperaban dos docenas de pescado para escamar. Al ver las caras conocidas de los dos funcionarios de la Fundación que me acompañaban, sonrió. "Buenas", dijimos.

-Yo no estoy atrasado en ninguna cuota- dijo, en son de broma, antes de contestar el saludo.

Por fin encontré la felicidad


Por John Acosta
  

A los 14 años de edad, me fui de San Juan del Cesar, mi pueblo. Mi papá se mudó para El Molino, una población cercana, en busca de una tierra para poder cultivar el maicito y la yuquita. Con él, nos llevó a todos: a sus quince hijos y a mi mamá. Sumida, entonces, en el candor de mi adolescencia, jamás imaginé las muchas necesidades que me deparaba el destino.

En El Molino me puse a trabajar en una casa de familia. La pobreza de mis padres no permitió que ellos educaran a sus hijos. Y los hermanos mayores tuvimos que laborar en cuanto oficio decente nos saliera. La señora donde yo trabajaba me daba repasos de lectura en las cartillas con que sus hijos iban al colegio. Después, me puse a estudiar por mi cuenta. Con lo que me ganaba, colaboraba en el sostenimiento del hogar de mis padres y pagaba mis estudios. Creo que hice hasta segundo año elemental, no recuerdo exactamente. Pero en la escuela de la vida aprendí a sumar y a restar. Ahora saco cuentas de millones, cuando me llegan a la tienda.