22 may 2012

El primer guajiro que operó un tren en su tierra



Por John Acosta

El tren estaba cargado. La suave y persistente brisa mañanera se contoneaba con libertad por el espacio, lleno de luz, de la atmósfera guajira. Traía consigo el ruido lejano de la maquinaria pesada que laboraba en el área de la mina. El sol había salido sin dificultad detrás de las últimas ramificaciones de la Serranía del Perijá. Y se alzaba impetuoso, sin que ninguna nube interrumpiera su andar monárquico. Eran un poco más de las seis.

Sin embargo, el tren no arrancaba. Los dos ayudantes de locomotora, Roque Palacios y Adalberto Marulanda Nieves -el más veterano de todos-, estaban en su máquina desde muy temprano. Esperaban al Super­visor para poder partir hacia Puerto Bolívar y cumplir con el deber sa­grado de llevar el primer viaje del día. El tren estaba atrasado 15 minu­tos: debía haber arrancado a las seis. Pero el Supervisor no llegó nunca.

Adalberto Marulanda Nieves no pudo imaginar lo que pasaba. Unos gallinazos merodeaban en el horizonte azul del cielo en busca de cualquier carroña tirada en algún lugar de la tierra. Adalberto Maru­landa escuchó la voz que salía del radioteléfono de su locomotora.

- Ya puede salir - le ordenaron.

Quedó sorprendido. Por un momen­to pensó que se trataba de una bro­ma. Cuando alguien llegó y le entre­gó las llaves, Adalberto Marulanda miró a su compañero Roque Pala­cios. Entonces, comprendió: lo ha­bían promovido. Movió la palanca. Y el tren empezó a avanzar sobre sus rieles metálicos.

Adalberto Marulanda Nieves se sin­tió feliz. Jamás olvidará ese día gran­dioso, 18 de junio, no sólo porque su esposa, Alma Leonor Ruiz, una te­rapeuta ocupacional que conoció en un festival del Dividivi en Riohacha, capital del departamento de La Guajira, cumplía años, sino, también, porque, a partir de ese momento, se convirtió en el primer guajiro que operaba un tren en su propia tierra, con sus 110 vagones cargados con 90 toneladas cada uno.

UNA INFANCIA RÍGIDA

Había nacido en Fonseca en 1958. Por uno de esos designios impredecibles del destino, fue a parar a la casa de sus padrinos en Maicao. Entonces, era apenas un niño. Allá de­bió recibir la crianza impecable de don Saturnino Hernández, su padri­no, un religioso consumado para quien la única salvación cristiana era el evangelio. Ni siquiera pudo encontrar un respiro a tanta rigidez hoga­reña en las aulas de la escuela: fue matriculado en una institución cuyo rector era el pastor del grupo donde don Saturnino iba a orar.

Adalberto Marulanda Nieves recor­dará siempre los ratos gloriosos en que se escapaba de la vigilancia fé­rrea de su tutor para ir a enfrentarse al mundo infantil que le prohibían. Jugar fútbol con pelota de trapo en las calles resecas de su barrio. Tirar­le piedra a cuanta lagartija se atrave­sara en esos breves e intensos ratos de ocio. Cazar palomas en los potre­ros vecinos para asarlas luego en la casa de un amigo. Construir carritos de madera para arrastrarlos por los callejones solitarios que encontraba en sus recorridos de aventuras ima­ginarias. Y regresaba cuando ya cal­culaba la hora de llegada de su padri­no. Así terminó sus estudios prima­rios.

Volvió a su tierra natal. Empezó a estudiar en la Escuela Normal de Fonseca. Quería ser profesor. Veía cómo les había ido de bien a los que terminaban allí su bachillerato y se iban a perfeccionar sus estudios en Barranquilla. Eran magníficos maes­tros: ¿por qué no intentarlo él tam­bién? Cuando estaba en el segundo año, sucedió lo inesperado: naciona­lizaron el colegio.

Optó por cambiar de profesión: sería arquitecto. Desde niño, había descu­bierto su habilidad para dibujar. Ya en Fonseca ganaba dinero dibujando de vez en cuando las carteleras que los profesores ponían a hacer a sus alumnas para conmemorar algún día especial. De modo que no le sería difícil levantar los planos que su futura carrera le exigía.

Nunca dejará de recordar la época de su bachillerato. Las juveniles bro­mas, muchas veces pesadas, con sus compañeros de curso, como aquella que culminó en trompadas limpias con su mejor amigo, en la mitad del salón de clases: sólo duraron dos días sin mediar palabra. "Eran cosas de pelaos", recordaría después. Las serenatas inolvidables que él y sus amigos les ponían a las jovencitas del pueblo, confundidos en el manto oscuro de la noche, sin más instru­mentos que una grabadora cuya única misión en el mundo parecía ser la de no tocar música diferente al vallenato. Los líos casuales con los do­centes, como cuando tiró un limón al grupo de estudiantes que se amo­tinaron alrededor del profesor de filosofía para averiguar la nota del bimestre, con tan mala suerte que la fruta cayó justo en la nariz del maestro. Afortunadamente, Adalber­to Marulanda Nieves tocaba la tum­badora en el grupo musical que organizó el filósofo y había asistido con él a las parrandas interminables que amenizaban en los pueblos ve­cinos.

Llegó el día del grado. Era costum­bre que la ceremonia se celebrara en las instalaciones del colegio. Pero los graduandos de ese año habían pedido que les dejaran recibir su diploma en la iglesia. Los directivos del Colegio Nacional Mixto no acep­taron tal solicitud. Adalberto Maru­landa Nieves se vio obligado a pro­ferir ante sus compañeros la senten­cia que había maquinado si se pre­sentaba aquel momento.

- O los grados son en la iglesia o yo no asisto a ninguna parte - dijo.

Estaba dispuesto a recibir su cartón de bachiller por ventanilla. "Y el que me quiera acompañar en esta protesta, bienvenido sea", agregó. Sólo lo acompañaron los cinco camaradas de siempre: no fueron al acto del 5 de diciembre de 1978 que se llevó a cabo en la cancha de baloncesto del colegio. Esa actitud de reproche se mantuvo firme hasta el final, cuando fueron el día que quisieron, en pantaloneta y con guaireñas, hasta el escritorio de la secretaria para que ella les entregara sus diplomas, sin aplausos y sin ningún discurso de despedida.

BUSCANDO DINERO PARA LA UNIVERSIDAD

Vino, entonces, la incertidumbre del bachiller provinciano. Con el diplo­ma cuidadosamente colgado en la pared de la sala de su casa por la madre orgullosa, deambulaba por las calles del pueblo. De billar en billar. En las bancas del parque poniéndole sobrenombre a cuanto ser humano se le ocurra pasar delante de él y sus colegas. Averiguando qué fiesta había esa noche para sentir el placer de go­zarla. Viendo salir el sol en las amanecidas gloriosas, con un equi­po de sonido a todo volumen y una botella de aguardiente entre manos.

Adalberto Marulanda Nieves no pudo escapar a ese mundo de magia satí­rica. Aunque en cada parranda que disfrutaba, en cada instante de di­versión que pasaba, cruzaba por su mente la viva añoranza de encontrar un trabajo que le permitiera ahorrar lo suficiente para ir a la Universi­dad. Era el martirio que llenaba su mente en muchas noches de insom­nio, mientras se revolcaba una y otra vez en su hamaca de desdichas.

A principios de 1979 vio una línea de luz en la penumbra de su esperan­za. Lo llamaron de Tomarrazón, un pueblito guajiro que por esa época empezaba a coger fama por su gran movimiento en la bonanza marim­bera. Allí reemplazó a un profesor que estaba de licencia. Tres meses después, regresó a Fonseca.

No obstante, el destino lo tenía seña­lado para vivir en Maicao. Uno de esos familiares benefactores que a nadie le falta en algún momento de la existencia, lo llamó para que le atendiera los negocios que tenía en ese municipio fronterizo. "Fui el encargado de llevar la contabilidad", contaría después.

Tan bueno resultó para esos menes­teres que el mismo familiar lo man­dó a los pocos meses a La Junta, un corregimiento de la antigua Provin­cia de Padilla donde realizan anualmente el Festival Folclórico del Fique. Allá, Adalberto Marulanda Nieves debía supervisar los cultivos de la "mala hierba", como llamaría Juan Gossaín a la marihuana, que tenía su pariente en esa región. Fue una época de derroche. Las parrandas se acompañaban con el wisky más fino que podía conseguirse en la región. "Había mucha plata", recuerda Adalberto. Por supuesto, siempre dejaba para el próximo negocio el ahorro de su futura universidad.

Las cosas no podían quedar ahí. Tenía que suceder algún imprevisto que sacara a Adalberto de ese marasmo mental en que se encontraba sumer­gido. Sucedió. Un juez de San Juan del Cesar, también pariente suyo, le consiguió una entrevista en el recién creado Instituto de Carreras Inter­medias de esa localidad. Pasó. Adal­berto Marulanda Nieves tuvo que olvidarse para siempre de su arqui­tectura y ponerse a estudiar Tecnología de Minas.

No alcanzó a terminar su carrera. Una de las condiciones que le pusie­ron fue que sacara su libreta militar antes de graduarse. Cuando estaba en el tercer semestre vio la oportuni­dad de cumplir con ese requisito jurídico un día en que llegó el ejérci­to a reclutar jóvenes en Fonseca. Lo citaron para que se presentara en el batallón de Riohacha: salió apto. Adalberto Marulanda Nieves empe­zó a prestar el servicio militar en la capital de La Guajira hasta que un destello de suerte lo mandó a formar parte del Batallón Colombia que fue a prestar sus servicios de paz en el Sinaí. Se vio obligado de convencer a su madre que lo que ellos iban a hacer en el exterior era exactamente lo contrario a la guerra. En esas lejanas tierras bíblicas, entre el mundo casto de los egipcios y la vida de bares en Israel, transcurrieron los días de soldado de Adalberto.

POR FIN, UNA ESTABILIDAD LABORAL

Adalberto Marulanda Nieves termi­nó su misión militar. Su familia se había ido a vivir a Maicao. Fue allá donde escuchó decir que una empre­sa minera necesitaba vincular perso­nas para su operación carbonífera. Ahí vio la oportunidad de su vida. No quiso desperdiciarla. Presentó su solicitud de empleo en las oficinas de Riohacha. A su casa le llegó el telegrama donde lo citaban a entre­vista. Se presentó exactamente a la hora prevista.

No puede olvidar ese día. Fue clave para sus aspiraciones humanas de encontrar un empleo digno. Al lle­gar al quinto piso del edificio Ejecu­tivo, se encontró con que él no era el único. No le importó: los demás también tienen derecho a aspirar. Se sentó entre el grupo de muchachos nerviosos. Esperó a que lo llamaran. Lo que más recuerda de ese diálogo fue cuando le preguntaron que qué quería operar, si camiones "Wabco" o trenes. Entre la pregunta y la respuesta no transcurrió ni una cen­tésima de segundo. Adalberto Ma­rulanda no vio ningún problema en responder con la sinceridad en el alma.

- Cualquiera de los dos- dijo-: de todas formas, no conozco a ninguno

Lo mandaron para ferrocarriles. Hizo dos meses de entrenamiento teórico. Estuvo cuatro meses en el Puerto aprendiendo a maniobrar las loco­motoras. Hasta que lo llamaron para que operara el tren vacío desde Puerto Bolívar hasta la Mina. Fue un día grandioso, pero nunca comparable con aquel 18 de junio, cumpleaños de su esposa, en el que por primera vez un guajiro conduce un tren lleno de carbón en su propia tierra.

Publicado en la revista especial coleccionable Intercor en sus manos, número 4, junio de 1992

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Muchas gracias por su amable lectura; por favor, denos su opinión sobre el texto que acaba de leer. Muy amable de su parte