29 ene 2012

El aguinaldo llegó en verano


Por John Acosta

Ya el pequeño Lisandro Aplaya estaba acostumbrado a la misma cantaleta decembrina con que su padre lo mortificaba todos los años: "En esta navidad sí es cierto que el Niño Dios no se va a aparecer por aquí porque no tiene maneras". Y, sin embargo, en la mañana de todos los 25 de diciembre, Lisandro encontraba su aguinaldo debajo de la hamaca y sobre el piso sin cemento. Entonces lo cogía sobresaltado, aturdido todavía por el despertar reciente, buscaba afanosamente a Jesucristo bebé entre la claridad que se colaba por la solera del rancho con la esperanza de que el personaje divino se encontrara todavía por ahí, abría la puerta del patio y le entregaba a la inmensidad del monte humedecido todavía por el rocío mañanero, su felicidad sin límites.

Pero ese año, por primera vez, su padre no lo había mantenido en vilo con su acostumbrada frase de desaliento. Fue peor: el pequeño Lisandro Aplaya tuvo que deshacerse a la fuerza del candor y la inocencia de sus ocho años para poder entender la gravedad del asunto en el desencajado rostro de su progenitor.

Le torcí el pescuezo al destino


Por John Acosta


Aunque a cada rato el destino le demostraba lo contrario, Guillermo Enrique Zabaleta Cabarcas sabía de sobra que él no había nacido para quebrarse el espinazo en los duros jornales de las fincas ajenas. Desde que quedó huérfano de padre, a los 13 años de edad, se dedicó a trabajar en una parcela que su abuelo materno tenía en Turbaco, allá en el departamento de Bolívar. No le quedaba otro remedio: a duras penas había aprendido a medio leer y a medio escribir en los dos años de primaria que alcanzó a cursar. Desde muy temprano, supo que para poder subsistir había que arañar duro sobre la tierra. Y ahí, mientras tiraba machete abrazado al sol tropical, se dio cuenta de que no iba a pasar el resto de su vida metido en el monte.

Por esa época, a los pueblos de Bolívar llegaban agricultores de los departamentos del Cesar y sur de La Guajira para buscar cogedores de algodón. Guillermo Enrique se embarcó en una de esas expediciones de muchachos varados y vino a parar a Fonseca, en La Guajira. Después de esa cosecha, regresó a su tierra. Pero ya la magia de la provincia de los acordeones había penetrado en su espíritu. Y cada vez que volvía para enfrentar de nuevo el bochorno de los campos sembrados, algo nuevo le revelaba que su futuro estaba en La Guajira.

El carbón tiene su fiesta en Barrancas, La Guajira


Por John Acosta

Ese lunes presagiaba ser un día más de trabajo. El capataz José Nicolás Estrada llegó a los socavones con sus 19 trabajadores, dispuesto a seguir escarbando la tierra para extraer el carbón. Pero desde lejos divisaron el humo negro que provenía de la mina incipiente. Era el socavón número 4 que había ardido todo el fin de semana, desde que el viernes dejaron por descuido una vela encendida, antes de bajar hasta la natal Barrancas a gozar de las delicias del descanso merecido. Ese día, taparon la entrada con una carpa para que la falta de oxígeno ahogara el fuego y regresaron al día siguiente: un humo débil salía por la parte de arriba del túnel y José Nicolás se metió gateando para apagar en el fondo los últimos vestigios del incendio.