30 ene 2012

Le robé al Divino Niño la plata para mi vicio


Por John Acosta



Infinidades de veces me vi llorando frente a la imagen del Divino Niño que tengo en mi casa. Le encendía la vela que permanecía al frente, echaba una o dos monedas en la alcancía de vidrio que mi mujer había colocado allí con el fin de recoger para el pago de las misas al Hijo de Dios, me santiguaba más esperanzado que nunca y le soltaba a Él, con todo el resto de fuerza que aún tenía mi alma enferma, la petición de siempre: 'Ayúdame a salir de esto, Señor", decía con los ojos inundados en lágrimas.

Vivo con la procesión de San Rafael en mis recuerdos


Por John Acosta

Para ella, las fiestas de San Rafael ya no son las mismas. "Antes venían los mejores acordeoneros", dice, con ese dejo nostálgico característico de los ancianos. Este año, la altura del nuevo parque no le permitía ver lo que pasaba al otro lado de la calle. Aunque, de todas maneras, no le Importaba mucho: sus pupilas habían sido cubiertas poco a poco por una mancha negra que le impedía mirar más allá de sus propios pesares. Imágenes borrosas, difusas, sombras que se movían, conocidas ya, más por su olor característico, que por su nitidez. Además, ese día tampoco le favorecía mucho el estado del tiempo: una tarde nublada, semioscura, con serias amenazas de caer un fuerte aguacero. Con el sol en pleno esplendor, se le facilitaba distinguir mejor las masas deformes que pasaban por su alrededor.

Ahí estaba ella, sin embargo, sentada en su mecedora de siempre, a un lado de la sala, frente a la puerta que da a la calle, con el trapo blanco amarrado en la tira de su refajo y que empezó a usar cuando sintió que sus ojos le lagrimeaban mucho. Sola en la casa, en medio del bullicio de la gente, que esperaba afuera de la iglesia a que sacaran el santo para la procesión.

Ya no somos alcohólicos



Por John Acosta

La avenida iniciaba su día con la misma rutina de siempre. Trabajadores apresurados que se amotinaban en la acera, con el cabello mojado por el baño reciente, a tratar de subirse en el primer bus urbano que les hiciera la caridad de detenerse para guindarse como pudieran en la puerta repleta de pasajeros. Voceadores de periódicos anunciando a gritos en los semáforos la noticia con que abrió la primera página el periódico local. Automóviles y camperos conducidos por empleados atrasados que buscaban la oportunidad de robarle el carril al auto del lado y la mezcla fascinante de olores de pefumes y colonias de todas las marcas, echada a las carreras en la alcoba, tres minutos antes de sentarse a desayunar a toda prisa. Era un lunes normal de trabajo.

Y, precisamente, en la acera estaba un hombre que trataba de disimular su borrachera de tres días (o de un mes, quizás de cuatro años) recostado al poste de concreto del alumbrado eléctrico. Con su barba de una semana y su camisa por fuera del pantalón sucio, se creía el dueño del mundo. El cigarrillo encendido estaba a punto de caérsele de los labios resecos por la intemperie de varias amanecidas. Desde ahí, sosteniéndose como podía sobre sus piernas temblorosas, descubrió en la acera del frente a dos hermosas mujeres que esperan con impaciencia el colectivo que las llevara al trabajo.