Por
John Acosta
Uno no termina de
sorprenderse con el descaro de las empresas de servicios públicos de este país
del alma. Venía yo caminando en la tarde de hoy por las calles de Barranquilla,
cuando siento que me llega un mensaje al viejo Nokia de lamparita. Sin temor a
que me atracaran (la tapa de la batería está pegada con cinta pegante al
obsoleto equipo), saco del bolsillo del pantalón el celular y veo la lista de
mensajes recibidos: era de Tigo, el operador de telefonía móvil al que le he
sido fiel (y mi señora y mi hija Aura Elisa) por más de seis años. “Ya me están cobrando la última factura”,
pensé. ¡Qué injusto estaba siendo con el
buena gente de Tigo!