Por John Acosta
Al bajarme del carro, vi el pavimento corroñoso, por falta
de mantenimiento, del parqueadero. La empleada que me recibió en la portería
respiraba pertenencia y amor por el hotel hasta por los poros. “Buenos días,
señor”, me dijo con su amplia y sincera sonrisa: daba la impresión de que me
agradeciera con profundidad por haber elegido llegar a ese sitio emblemático.
Le pregunté al vigilante si a él la pagaba el Estado a través de Estupefacientes.
“Sí, señor. Y bastante cumplido, por cierto”, me respondió. Él y la dama me
indicaron por dónde seguir. Y, entonces, lo sentí: constante, inundándolo todo
con su impertinente característica: olía a rata.