Por
John Acosta
Era una tarde extraña: un
sol que agonizaba entre la bruma de la polución, una amenaza de lluvia que se
diluía al compás de la muerte del astro y una brisa fría que desafiaba el calor
tropical de esa hora. Era domingo de Ramos y las calles de Barranquilla estaban
desiertas. Íbamos en cuatro carros: cada familia iba en el suyo. Entramos por
Barlovento, una zona a la que todavía le quedan vestigios de la desidia
oficial, a pesar de que es epicentro de un ambicioso proyecto del municipio: la
Avenida del Río.