Por John Acosta
La voz salió nítida,
potente: quebró de un tajo el silencio de la noche, ahogando, incluso, el
molesto zumbido de los zancudos. Era la primera vez que mis oídos de
adolescente escuchaban la fulguración que emanaba aquella garganta. La dicción,
por supuesto, aunque caribeña como la mía, era un poco más golpeada, muy digna
del sector geográfico donde se había desarrollado: la mía tenía la tonalidad
musical de la tierra de Francisco El Hombre; la de él, el impacto avallasador
de los habitantes ribereños del gran Magdalena. En todo caso, ahí estaba el
destello de sus palabras. Jairo lo
escuchaba con la sonrisa de quien sabe lo que viene porque siempre se hacía
acompañar de esas ocurrencias chistosas. Yo, en cambio, estaba a la expectativa.
Hasta que terminó el primer corte. Entonces, solté, intempestivamente, mi carcajada. Es que ese final me estremeció.