Por
John Acosta
El crepitar de las llamas
del fogón recién encendido era un estímulo para el alma, adormitada todavía por
la despertada reciente. El resplandor de la leña prendida le daba a la silueta
de mi abuela un aire sobrenatural: o no sé ahora si esa aureola se la imprimía
más mi amor inocente de nieto mimado. O, tal vez, los dos: la luz del fogón más
mi visión infantil. Lo cierto es que ver a mi abuela moliendo el maíz, con su
mirada perdida en su propia resignación, es la primera imagen que me llega a la
mente ahora, más de 40 años después, cuando supe que el gas natural llegaba,
por fin, al pueblo del alma.