28 jun 2014

El señor Navas, un joven de 91 años

Montado en su bestia, revisa los trabajos que hacen en su finca
Por John Acosta

El señor Navas (mi suegro) y yo acabábamos de entrar al corral, donde dos trabajadores ordeñaban las vacas. Sixta Tulia, una de sus hijas (la bacterióloga: le dicen La Doctora), ya estaba en la puerta que unía al cercado de los terneros del de sus madres. Cuando uno de los ordeñadores se lo solicitaba, ella entreabría  el portón y dejaba salir uno de los jóvenes animales para que fuera a amamantar a su progenitora. “¡Otro!”, le pedían los obreros del monte al terminar de sacarle la leche a la cuadrúpeda de turno. El sol comenzaba a calentar ya con una furia inusitada, como para recuperar la fuerza perdida con un temporal de lluvia que duró toda la tarde anterior y que apenas se manifestó en la prima noche con un leve aguacero. El señor Navas saludó como saludan los hombres rudos de finca: “¡Ajá!”, dijo. Y los dos empleados le contestaron de la misma forma. El suegro hizo dos o tres preguntas y volvió a salir. A su hija y a mí nos extrañó que se fuera tan rápido, pues la felicidad de él consistía, precisamente, en eso: la ganadería. Más tardamos Sixta y yo en salir del asombro, que el señor Navas en regresar con una soga, lista para enlazar, sostenido entre su hombro y brazo izquierdos.  “Ajá, ¿y usted piensa amarrar algún animal ahora?”, le pregunté alarmado. “Vaquero que se respeta no debe entrar nunca al corral sin su rejo”, me respondió.