Por John Acosta
Fotos: Fabián Acosta
Cada vez que se desgajaba un
aguacero en La Junta, mi abuelo me pedía que me fijara si también estaba lloviendo
para Fundación, su parcela del alma.
Entonces, yo, para evitar que el agua se metiera al cuarto, medio abría la
puerta del aposento y me asomaba, pero no podía ver más de tres metros por la
fuerte lluvia. “Sí, y bien duro”, le mentía. Me agradaba ver cómo se ponía de
alegre el viejo Tone, como lo llamaban en el pueblo. “Gracias a mi Dios”, me
respondía desde su hamaca, en medio de la dicha que lo embriagaba. La vieja
Aba, mi abuela, curucuteaba algo en la cocina. Álex, otro de los tres nietos
que ellos criaron, y yo esperábamos en la sala a que escampara, sentados en dos
asientos de cuero. Apenas dejaba de llover, salíamos a la calle a encontrarnos
con los demás niños y empezábamos a hacer figuritas en el suelo mojado, con las
ramas secas que encontrábamos. Cuando llegábamos al río, casi siempre la creciente
había bajado ya de la Sierra Nevada de Santa Marta, que era la cabecera, y, con
su furia indomable, serpenteaba entre las gigantescas piedras, arrastrando todo
lo que el intenso verano había dejado en sus laderas resecas. Pocas veces,
contábamos con la suerte de ver venir el espectáculo de la punta de la
creciente. En todo caso, éramos felices con el penetrante olor a fango puro que
expelía nuestro río crecido.