5 jul 2015

Cuba, un país que ya no es tan diferente (1ra parte)

Con el Ché como testigo
Por John Acosta

La única traba que me he pegado en la vida, me la di al final de una tarde en un hotel de La Habana, a los 49 años de edad, con un puro cubano recién torcido por las manos expertas de una agradable mujer. La había acabado de conocer en su puesto de trabajo y fue tan agradable la conversación que tuvimos, que, aunque nunca antes había aspirado un cigarrillo en mi vida, no fui capaz de desatender la amable invitación que me hizo de procurarme un tabaco que ella misma había elaborado con especial dedicación, mientras respondía mis inquietudes de turista curioso. Me fumé más de la mitad en un solo tirón de novato empedernido. Esa aventura imprevista y fugaz sirvió muchísimo para deshacerme de mis prevenciones iniciales frente a un grupo de empresarios en el que el único proletario era yo. Los encontré a todos en el comedor del hotel, mientras disfrutaban la cena  servida en bufé. Tuvieron que sorprenderse con el nuevo yo que tenían al frente, quien, repentinamente, había derribado todas las barreras autoimpuestas por su condición obrera y, desde esa primera noche habanera, no hubo una sola actitud que se interpusiera para el goce pleno de un viaje sorpresivo hacia la isla de los hermanos Castro.


La Llegada

La clásica foto a la llegada
Habíamos llegado al aeropuerto internacional José Martí pasado el mediodía. Una leve amenaza de lluvia se cernía desde el cielo comunista. Esther, la encantadora  guía cubana, nos esperaba en el moderno bus que nos llevaría al hotel. “Bienvenidos a Cuba. No somos ni mejores ni peores que su país, solo somos diferentes”, nos dijo. El bus arrancó y tratábamos de buscar la diferencia a través de los cristales de la ventanilla. “Pueden observar el museo rodante que circula por las calles”, nos dijo. Se refería a los carros de la era de Fulgencio Batista, la mayoría marca Ford de los años 20 al 50. En realidad, vi otra cosa en los autos que rodaban: la representación viva de los tres imperios (para usar la palabra preferida de los socialistas latinoamericanos) modernos que han influido en Cuba.

Estaban, efectivamente, los viejos Ford que daban constancia del desfogue con que los norteamericanos iban a la isla a librarse del prohibicionismo etílico (y todo lo que él conllevaba) de su país mojigato de entonces: los rezagos del maligno imperio gringo. También transitaban algunos Lada de los años 70 y siguientes, fieles testigos del benigno imperio soviético al que se abrazó la Cuba revolucionaria de Fidel Castro.  Y empiezan a verse ya otros declarantes silenciosos del nuevo imperio acogido con esperanza por las autoridades comunistas de la nación de Raúl Castro, después de que colapsara su anterior benefactor, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: la varia pinta marca de carros chinos.

Los perros calientes y la pensión

Con la chica que me preparó el puro de mi primera traba
Llegamos al mítico Hotel Nacional, donde nos alojaríamos. Me correspondió compartir habitación con el gerente de una sucursal  de la agencia de viaje que organizó el tour.  Debían ser como las tres de la tarde y no habíamos almorzado.  Ambos coincidimos en que no podíamos esperar hasta que abrieran el bufé del restaurante y decidimos salir a comer algo. En el ascensor nos topamos de frente con un alto oficial de la Armada china, investido en su impecable uniforme blanco. Le hicimos un reverencial saludo y él nos respondió con una mirada altiva. Al abrirse la compuerta en el lobby, vimos al alto oficial del Ejército cubano, con su resplandeciente uniforme verde olivo, que esperaba a su par asiático.

Disfrutando el habano, claro
Caminamos hasta un sitio emblemático de dos plantas, en donde había varios lugares que vendían helados. Nos ilusionamos con la idea de que, quizás, podría haber sándwich o algo de sal que nos mitigara el hambre, mientras abrían el restaurante del hotel. Muy al estilo de los países capitalistas del llamado tercer mundo, un joven locuaz se nos pegó para ofrecernos el sitio ideal. Nos miramos la cara como para buscar la mejor forma de deshacernos del culebrero isleño y le lanzamos el efectivo estribillo occidental: “tranquilo, vamos a dar una vueltica y ya regresamos. No se preocupe, que lo buscaremos a usted mismo”. Constatamos que no había sino puras delicias dulces y salimos de allí.

A la vuelta, unas dos o tres cuadras más allá vimos a varios cubanos que compraban perros calientes. Esa era la comida que añorábamos. Pedimos uno cada uno para acompañarlo con la tradicional cola cubana y, entonces, sucedió. Uno está acostumbrado a ver indigentes en su tierra, pero se supone que en un país comunista eso es, por lo menos, intolerable. Sucedió que un mendigo se acercó a pedirnos un perro caliente, ante la mirada indiferente del resto de sus compatriotas. Se lo dimos, por supuesto. Cuando fuimos a pagar, el encargado del negocio nos dijo que eran 55 pesos. Como acababa de cambiar unos dólares en el hotel, le di un billete de 50 pesos y otro de cinco. Casi se desmaya del susto: “¡Cómo se le ocurre! ¡De esos no!”, me dijo. Así, entendí que en el sistema antidiscriminación, hay dos tipos de pesos, uno para los cubanos y otros para los turistas. Tomó el billete de cinco y me devolvió casi la mitad; es decir, que menos de tres pesos de turista equivale a 55 pesos del cubano común. De todas formas, mucho más barato que en nuestro país, pero de menor calidad, claro.


El mítico Hotel Nacional
Cuando partimos, ya en la calle, nos abordó un señor bonachón que nos ofrecía hostales a un buen precio. Ante su insistencia, lo acompañamos caminando hasta su casa, varias cuadras más allá, primero por la avenida de pavimento reluciente; después, entre calles secundarias, también con huecos, como en el occidente empobrecido. No dijo nada por la indigente que nos extendió la mano en espera de una limosna, acurrucada en uno de los paraderos de buses. Tampoco nosotros musitamos palabra alguna sobre el asunto. Nos hablaba de su pasado glorioso en el Ejército en la época soviética: era jubilado de las Fuerzas Armadas y le habían permitido montar su negocio de hospedaje. Llegamos a un viejo edificio y subimos por una escalera lúgubre que contrastaba con la limpieza y pulcritud del apartamento: tenía tres habitaciones con ventilador y aire acondicionado, baños internos, pisos en cerámica. Nos preparó un café que tomamos complacidos, mientras nos mostraba las condecoraciones y certificaciones de submarinos soviéticos. Nos propuso que estableciéramos un negocio en donde nosotros le enviáramos jeans que él vendería a las jóvenes cubanas: se podrían enviar hasta cinco por persona.

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