Por
John Acosta
La universidad está llamada a
ser un recinto de reflexión permanente sobre los aconteceres que afectan
profundamente la humanidad. Por supuesto, no se trata de un monólogo de saberes
que haga gala de la sociedad del mutuo elogio, sino un discurrir respetuoso de
conceptos contrarios, una invitación constante al diálogo constructivo y a la tolerancia activa, por la disidencia de
pensamientos. En todo caso, hacer un escrutinio juicioso, y desde todos los
ángulos, de la azarosa época que nos ha llamado a ser testigos y protagonistas
de su transitar vertiginoso. No obstante la rapidez en que se vive en este
mundo contemporáneo, afortunadamente, ha habido seres humanos que se han
detenido a analizar el alud de sucesos que se producen a cada instante: lo llevan
a cabo, ciertamente, desde distintas orillas ideológicas y culturales, pero
desde un análisis bien intencionado.
La verdad, pocas veces se
tiene la providencial oportunidad de presenciar en vivo un diálogo de altura
entre pensadores de diferentes tendencias sobre importantes temas de
actualidad. La universidad debe propiciar esos espacios que motivan al resto de
los mortales a recapacitar sobre su devenir. Los salones de clases no deben
quedarse solo en el compartimiento de saberes entre docentes y estudiantes,
sino que deben trascender hacia el exterior e integrarse con la cotidianidad de
la vida que fluye a borbotones por doquier. Esa simbiosis es la que nos ayudará
a comprender entre todos los enigmas de la contemporaneidad para no alejarnos
de lo que debe ser la razón de la academia: contribuir a la búsqueda de un
mundo feliz.