20 sept 2015

Dios le devolvió a mi pueblo el agua que los políticos le han negado: ojalá dure

Por John Acosta
Fotos: Fabián Acosta

Cada vez que se desgajaba un aguacero en La Junta, mi abuelo me pedía que me fijara si también estaba lloviendo para Fundación, su parcela del alma. Entonces, yo, para evitar que el agua se metiera al cuarto, medio abría la puerta del aposento y me asomaba, pero no podía ver más de tres metros por la fuerte lluvia. “Sí, y bien duro”, le mentía. Me agradaba ver cómo se ponía de alegre el viejo Tone, como lo llamaban en el pueblo. “Gracias a mi Dios”, me respondía desde su hamaca, en medio de la dicha que lo embriagaba. La vieja Aba, mi abuela, curucuteaba algo en la cocina. Álex, otro de los tres nietos que ellos criaron, y yo esperábamos en la sala a que escampara, sentados en dos asientos de cuero. Apenas dejaba de llover, salíamos a la calle a encontrarnos con los demás niños y empezábamos a hacer figuritas en el suelo mojado, con las ramas secas que encontrábamos. Cuando llegábamos al río, casi siempre la creciente había bajado ya de la Sierra Nevada de Santa Marta, que era la cabecera, y, con su furia indomable, serpenteaba entre las gigantescas piedras, arrastrando todo lo que el intenso verano había dejado en sus laderas resecas. Pocas veces, contábamos con la suerte de ver venir el espectáculo de la punta de la creciente. En todo caso, éramos felices con el penetrante olor a fango puro que expelía nuestro río crecido.