Por
John Acosta
Fue la primera vez que estuve
tras unos barrotes, en una cárcel. Y, hasta ahora, la última, gracias a mi
Dios. Todavía no habían pavimentado la carretera e íbamos pateando las piedras
que aún quedaban de los camionados que habían echado, quizás cuándo, los
ingenieros contratistas del Estado para volver transitable la vía. Éramos los
del grupo de siempre, que vivíamos por los mismos lados: Jorge Valencia,
Orlandito Dangond, Rafita Polo, Alberto Vega, Germán Ramírez, Eduardo Martínez
y yo. Salíamos de clases en el colegio Cooperativo Luis Giraldo y nos íbamos
juntos, carretera abajo, abrazados por el sol tropical del medio día. La mejor
manera de paliar en algo el tormento del solazo que nos martirizaba, era
mamarnos gallos entre nosotros: eso que hoy los psicólogos llaman bullying. Casi
40 años después, no recuerdo sobre qué jodíamos
ese día. Lo cierto es que uno de ellos (tampoco recuerdo quién fue) me dio un
manotazo en la cabeza y mi reacción inmediata fue tirarle la pepa del mango que
acababa de comerme. El compañero de estudios la esquivó muy bien y la semilla
le cayó con fuerza a un agente, pues justo estábamos pasando frente a la
Estación de Policía, que quedaba a una cuadra del colegio, antes de que las
Farc obligaran a retirar a los policías del pueblo.