Por John Acosta
Esa
tarde esperaba encontrarme con un anciano de más de 80 años, con su caminar
pausado, ayudado con dificultad por su bastón, y me topé con un corpulento
hombre que demostraba mucho menos de sus 74. Apenas lo había visto en tres
oportunidades en un año y medio, hace mucho
más de un cuarto de siglo, cuando los avatares de la vida tuvieron la sensatez
de ponérmelo en mi camino en una etapa de mi vida en que necesitaba asirme con
urgencia de un alma caritativa que me ayudara con el peso de sacar mi carrera
adelante. Mi padre había muerto el 25 de febrero de ese año y yo andaba con el
recibo de pago de mi matrícula en la mano, desesperado porque se vencía el
plazo y así no podría iniciar semestre en junio. Hasta que, guiado quién sabe
por qué afortunada coincidencia, fui a parar a la oficina de ese señor que
entonces rondaba los cuarenta y tantos años: pude pagar completo ese y el
siguiente semestre. En los cerca de 30 años que han pasado después de esa ayuda
desinteresada, no había vuelto a saber más nada de ese buen hombre, pero un
colega mío me hizo el favor de localizármelo en Riohacha, la capital de nuestro
departamento. Hasta allá fui esa tarde a mostrarle que, en aquella ocasión, él no
había arado sobre el inmenso mar Caribe que baña nuestra amado terruño.