Por John Acosta
Había
más de 15 putas, en un salón pequeño. Cuando entré, se respiraba un aire
enrarecido por el humo de cigarrillos, a pesar de que la puerta que da a la
calle permanecía abierta. Las mesas estaban colocadas en redondo, alrededor de
las cuatro paredes del recinto: todas estaban ocupadas por más de tres parejas, menos una. Uno de
mis dos acompañantes fue hasta el fondo, donde estaba el bar. Saludó al dueño y
me lo presentó. Pedí tres cervezas y empezamos a tomárnosla de pie, junto a la
barra. Miré a un lado y descubrí que el otro acompañante mío ya conversaba
animadamente con una de las dos únicas mujeres que habían desocupadas en la mesa donde no había hombres. Una era tan joven que parecía no llegar a
los 20 años y la otra no creo que pasaba de los 25. El compañero que estaba con
ellas nos invitó a que los siguiéramos. “Falta
una”, pensé, mientras nos sentamos. Apenas las escuché hablar, supe que eran
venezolanas. “En este bar no encuentras ni una sola colombiana”, me dijo la más
joven.